domingo, 30 de mayo de 2010

Pregunté



Siempre quise saber quién eras, cómo eras, hasta que no soporté más la distancia. Me acerqué, pasito a paso, y te dije “hola”. Me miraste y tu labio superior se levantó un poquito, de lado derecho, como los perros cuando están por ladrar. Di un paso hacia atrás, como en el pan y queso, pero al revés. “¿Cómo te llamás?”. Te mordiste el labio inferior y mi otro pie se trastabilló con su mellizo. “¿Te puedo ayudar con algo?” revoleaste los ojos como antes hacías con tu pollera y me diste tu peor perfil. Otro paso hacia atrás, siempre hacia atrás. Y finalmente te lo pregunté, me animé, aunque con voz de susurro, y escupí lo que por años quise saber: “¿Quién sos y para qué venís?”. Tu nuca fue la respuesta a mis dos preguntas. Hace años que te parás cerca con ganas de no estar, esperando algo que no creo que ni vos sepas. Hace años, no me atrevo a decir décadas, jugás a estar no queriendo y yo preguntándome ¿quién sos?, ¿cómo serás? Hasta que no me lo pregunté más.

sábado, 29 de mayo de 2010

Siempre lo digo

Ahora que no voy más al loquero suelo decir "mis amigas me dijeron que..." Quizás tenga que empezara decir "yo me dije que...".

domingo, 23 de mayo de 2010

Boliche



No soy una chica de levantar boliches. Y esto no es una cátedra de baja autoestima, simplemente no lo soy. Hay mujeres que caminan por un boliche y se les abre el camino por arte de magia. Otras que, causando el mismo efecto, no pueden caminar sin tropezar con la testosterona que se les abalanza desenfrenada. Yo cuando camino tengo que pedir “permiso” y rogar que el hombre o mujer que me taponea el paso se digne a moverse sin tirarme el vaso de cerveza encima.
No es que no soy chica de levantarme a todo el boliche. Ni a uno, ni a dos, ni a tres. Ni bailando, ni cuidando la pared mientras mis acompañantes esquivan candidatos. Pero no me quejo, tengo mi levante en otros ámbitos, tan poco saludables o no, como esos. Si señores, tengo levante. Creanlo o no yo también tengo mi propia testosterona envasada. Pero no suelo encontrarla en los boliches. Por lo general soy la encargada de mover las carteras. El tumulto de bolsos en el piso que mis amigas van descuidando a destiempo. Yo los muevo con mi patita cuarenta que arremete contra ellos como pala de excavadora. Y así me divierto, entre baile y baile, y entre patadita y patadon. A veces me siento una jugadora de fútbol profesional, o por lo menos de bochas, que de tanto en tanto mueve las caderas. Pero no es por eso que no me gustan los boliches. Hunde pero no ahoga. El calor, los empujones, el olor agrio de noche empastada se potencia en los antros de más de una pista. Lo bolichines por su parte tienen mi simpatía. Prefiero el olor a sobaco conocido que por conocer.
Pero pese a todo, cada tanto me gusta volver a ser la chica que está lejos de levantar boliches. La mente encuentra otra concentración bajo la música escandalosa, entre movimientos de cadera y un aleteo cuidadoso de brazos (son demasiado largos y demasiado torpes para explayarse con creatividad), la mente piensa diferente. Observar el zoológico también trae gratificaciones. Historias de amores desesperados, de una noche, de dos o tres salidas más y la que puede contar "yo a mi novio lo conocí en un boliche". Prometidos que celan a sus prometidas de tacos altos y polleras cortas, pero con el anillo bien puesto. Hombres que cazan, mujeres deseosas de ser cazadas. Mujeres que buscan presas, hombres que temen perder su hombría por no mear ellos primeros el árbol. Y los que más me gustan, los grupos estrambóticos que se divierten. Los que saltan con las rodillas bien altas, juegan a los indios, bailan su propia música sin escuchar lo que vomita el parlante. A los que no les importa que la bola de boliche penda de un hilo tan fino. Los que podrían estar haciendo lo mismo en el living de su casa pero que sin embargo no tiene problema de hacerlo en frente de todos, pisoteando la vergüenza. Es por eso que pese a no levantar ni el vaso roto del piso, de tanto en tanto, los boliches no están tan mal.

viernes, 21 de mayo de 2010

Hablando

Pocas personas me entienden cuando hablo. O por que empiezo la conversación en mi cabeza o por que la continúo. Se llama acelere, es cuando uno exterioriza las conversaciones después de haberla empezado en la cabeza por lo menos cinco minutos antes.


A veces intento hacerle un croquis a mi audiencia, pero la mayoría de las veces desespero y busco esa simple mirada que continúe mi discurso. El problema es cuando la conversación es de a dos, y peor aún si hay de por medio dos aparatejos tratando de comunicarnos. El teléfono retrasa aún más mis pensamientos. Me mientras analizo la conversación de hace dos minutos atrás y hago una lista mental de lo que quiero decir cuando del otro lado del tubo terminen de monologuear, intento prestar atención a cada letra de la palabra pronunciada (porque esa es mi gran debilidad, todo me interesa… siempre me interesa).


La peor parte se la suelen llevar los que intentan escucharme. Primero porque deben hacer el esfuerzo, muchas veces en vano, de intentarlo y segundo porque gran porcentaje de lo que digo son estupideces. ¡Salvado sea el que me encuentre con una copita de más! Y si es con una copita y uno de esos aparatejos inalámbricos en la mano… mejor cruzar la cerveza o ahogarme el celular en el vaso más cercano.


Pero a pesar de todo no puedo evitar hablar. Amo hablar. Aunque moleste, no dejo de disfrutarlo. Me desespero por hablar, quiero comunicar, aunque sea una incomunicación a gritos. El poder que me da el sonido de las palabras no es comparable.


Y si, de chiquita me decían loro o mi papá me gritaba “¡Cállate, cállate que me desesperas!”. La primera frase que escuchaba de mi mamá por la mañana era “no me organices la vida” y yo me quedaba con mi plan para todo el fin de semana dando vueltas en la cabeza, atrapada como mi canario naranjita, sin poder salir. Hasta que encontré la solución. Ajá, hablar sola no es solo la resolución de mi problema sino de gran parte de la sociedad, o de por lo menos (siendo menos obligo del mundo), de la gente cercana que no me tiene que escuchar decir tantas boludeces. Ni siquiera necesito un espejo, con hablarle al aire para que este lleve los sonidos a mis oídos basta, o por lo menos por un rato. Y no es signo de locura, ya se lo pregunté a mi loquera, es solo mi ambición por hablar que llega demasiado lejos.


Quizás esta sea la razón de mi profesión. Quizás no. Pero pocos se han dado cuenta que entregaron un arma demasiado peligrosa, para una mujer con tantas palabras. Pocos entienden lo que digo, pero mientras intento corregirlo, sé que hay un par que por lo menos me escuchan, o en su defecto, me leen.

martes, 18 de mayo de 2010

Tos(es)



Tengo que pensar en otra cosa para dejar de toser. Porque tengo dos tipos de tos(es). Una que nace en la garganta, producto de un asado al aire libre en una noche fría de mayo y otra que nace más abajo, no sé donde, pero es de las que pican. Y es ésta la que más me molesta, la que me hace convulsionar. Desconozco su origen, ni siquiera cuantos (orígenes) son. No sé si es falta o exceso de amor, aburrimiento sin tragedia o la proximidad de un buen dramón. Lo que sé es que voy por el tercer frasco de jarabe para la tos y los saltitos picantes no se detienen. Tengo tos y no quiero sacudirme más. Es mirar al cielorraso, con los ojitos achinados y escupir lo que me hace mal. Pero el que escupe para arriba… recibe su propia bendición. Tal vez sea el karma, todo lo que hacemos va y vuelve. Sea bueno o malo, desinteresado o con gustito a revancha.

¿Qué tipo de médico atiende a una tos con origen desconocido pero ciertamente no físico? No me digas el loquero por qué no te lo creo. Hace años que me doy una vuelta semanal por su sillón y la tos sigue picando, casa vez más fuerte y alejándose del síntoma de cosquilleo. Es más, creo que las cosquillas son cosas de chicos, como saltar en la cama o hacer vueltas carnero en los sillones. Por suerte vuelven en los cumpleaños y aminoran por un rato la tos. Pero no logran parar el avance inminente de la picazón que se desenrosca cada vez más por los espacios no físicos del cuerpo.
Tengo que pensar en otra cosa para dejar de toser. No tengo más ganas de salpicarme como un colchón usado. En el colectivo se me alejan, la vieja abre la ventana y el señor se tapa con su bufanda a cuadrillé. Es el fantasma de la gripe A o B o Z, ya no recuerdo cuál fue. Solo tengo tos, dos tipos de tos(es). Espero que no aparezca el tercero, me comentaron que hay uno para la edad y otro, parece, para el deseo.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Pozo ciego



No es que te necesite, pero estoy sintiendo un vacío en mi pozo ciego. Es como un hoyito en un saco de arena. Una permeabilidad en la cañería de mi baño. Algo se está filtrando y no sé dónde está esa gotera que me arruina los pensamientos. Creo que es mi culpa. Nunca supe leer tus actitudes. Siempre me guié por las dos o tres palabras que decías en cada oración, pero no quise notar que las decías de espaldas, mirando hacia abajo, por donde pasaba el hilito de líquido que salía de mi cabeza e inundaba tus alcantarillas.
Es que tengo esa horrible obsesión con las palabras. Podías dejarme esperando por horas en una esquina, pero yo prefería leer una y otra vez el “estoy llegando tarde”, borroneado por la poca batería de mi celular.
Siempre pensé que me dejabas ganar en el pool, y que luego actuabas como mal perdedor para que yo me sintiera bien y me acercase a tu oreja para susurrarte que los perdedores también tenían recompensa. Fue hasta hace poco que entendí que ni siquiera te importaba que los viejos del fondo me mirasen el culo. Solo necesitabas tu cerveza de cinco grados que le mangueabas al chino con la excusa de no tener cambio.
No pensaba que tus silencios y la forma en que tus cejas se contorneaban al escucharme hablar tuviesen tanto sentido. Tanta amargura impertinente. Tendría que haberme fijado más en tus actitudes. En esas ganas locas por dejarme en mi casa lo más temprano posible, por planchar el lado de tu cama que supuestamente “me” pertenecía, cada vez que iba al baño. Tendría que haberme dado cuenta que no era bienvenida. Que te molestaba mi sombra sobre el televisor en el partido del domingo.
Pero me di cuenta. No puedo negarlo. Me di cuenta y en la balanza pesaron más tus palabras murmuradas que tu indiferencia silenciada. Pero solo hasta hoy. Hoy mientras lo pienso, cierro el hoyito de mi cerebro. Ya no gotea más ese líquido espeso que cae cada vez que pienso que te extraño. Porque lo pienso pero nunca lo hago. De a poquito el circulito se va cerrando, dejando de existir y yo me olvido del pool, de las esquinas en las que esperaba y de vos. No te quiero llamar así, pero por fin puedo hacerlo. Por fin hijo de puta, me atrevo a confesarte que no es que te necesite, sino que mi pozo ciego está empezando a esperar otro amor.

viernes, 7 de mayo de 2010

Ese forro



“¿Puede ser que solo esté enamorada cuando hacemos el amor?” - “No nena, eso es calentura”. No tenían más de dieciséis años, y eso era ser agradecida, o muy hija de puta. Sus voces se mezclaron con el final de la última canción, antes que el aparatito que me transpiraba en mi mano me dijera “down batt”. Mierda, me tendría que haber comprado un Ipod y no una marca X, dicen que la batería dura más. En los días largos, en los que salgo de noche y vuelvo de noche, la batería me llega hasta la mitad del día. Justo después del almuerzo y antes de fotografía.

Las dos chicas de pollera corta, polainas con lanitas enganchadas y remera anudada un poco más arriba de la pelvis, a pesar de la llegada del frío, cuándo más hay que taparse los riñones, se levantaron y clavaron el dedo en el timbre. “Pero al final no entiendo… ¿Estuviste o estuviste estuviste? Me reí por lo bajo, hay códigos que son universales y una se piensa que son propios, internos, y que nadie más se va a dar cuenta. Cómo cuando una era chica y hablaba de “que si te vino Andrés y que a mí me toca la visita de Andrés mañana y que Andy seguro me está por visitar porque me empezaron a crecer las tetas y que Ayy yo ya las tengo duras porque Andrés, el que viene una vez por mes, es muy puntual”.

“Estuve estuve”, dice la más bajita y se esconde bajo el cuello de su remera desteñida. La otra la mira con reprobación, con cara de madre prematura que se preocupa por que su hija, su amiga, está creciendo demasiado rápido. Bajaron hablando de lo mismo. La última palabra que escuché fue forro, pero la respuesta se la comió el acelerador de colectivo. Sin libro, sin música, volví a mis pensamientos. Me toqué la teta izquierda y la pulsera de madera en un par de intentos de choque pero más allá de eso solo desperté cuando el colectivo pasó mi parada. El éxtasis del viaje sentado había durado poco. Maldito cambio de mano, estúpida Santa Fe.

Mientras bajaba volví a pensar en ellas. Crucé los dedos para que la última pregunta tuviese un sí como respuesta. Ojalá que él no sea de los que espera hasta último momento, rezando para que ella no le pida nada. Ojalá, porque la vi chica, chiquita, más bien pequeñita. Porque aunque su cara de boca grande, nariz aguileña y aro simulando ser lunar, movía las cejas con gestos de grandeza, de no es tan grave, de “ya fue, no va a pasar nada”… sus ojos, chiquitos, redonditos, de un negro importante, sin una línea que dividiera la pupila del resto, reflejaban el miedo de alguien que esperaba, en lo más profundo, no estar creciendo demasiado rápido.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Imaginándote


El problema de vivir de la imaginación es que la realidad se torna opaca. Cuando soñar no cuesta nada, el precio final es mayor.

Los colectivos se tornan más amistosos, pero a la hora de bajar y volver a caminar, uno recuerda que lo que estaba en la cabeza no era real. Que la conversación nunca existió y que, cambiar las voces, no sirve de nada.

Que la clase de política internacional se vuelva un amor imposible en la India también puede llegar a alterar los factores de este mundo tan transnacional. Y es por eso que a veces, vivir de la imaginación puede ser un grave problema.

Un instante de felicidad y sonrisas acompasadas por los versos de canciones berretas incrustadas en las orejas, puede costar una amargura de 23 horas diarias. ¿Qué pesa más? Quién lo quiere saber… si son tan sabrosos esos minutos donde los pasos no duelen y las piernas juegan con los saltitos ajenos.

El problema de vivir de la imaginación es que la realidad se torna insoportable. Como la abstinencia o la ausencia de chocolate amargo en un invierno sin chimenea. Más vale cantarle las cuarenta que vivir leyendo los diarios.