sábado, 24 de julio de 2010

24 de Nosotras (una versión incompleta pero actualizada)



Mi nacimiento fue tal como suelo llevar mi vida: obsesivamente planificado. Tanto que un mes antes, tendría que haber nacido en agosto de 1986, mi mamá me expulsaba de su vientre por una rendija llamada cesárea. Mis papás me nombraron Yasmin Aymara Olid Fernández. Yasmin la árabe. Aymara la andina, Olid la turca y Fernández la gallega. Pero creo que somos aún más. Yaya la histérica, Yayi la niña, Yayo la que no se calla…


Crecí siendo parte de la generación “Carlos”, donde los juguetes importados brillaban en las vidrieras de los primeros shoppings. Sin embargo, por elección de mis padres, viví mi infancia sumergida entre juguetes de madera y páginas amarillas de los libros que cambiábamos en parque Centenario.


A los doce me enamoré, artísticamente, de Frida Kahlo. La descubrí oculta en un mural de Diego Rivera, en México D.F. En ese entonces, mi personalidad se debatía entre creerse la fábula de niña prodigio que asistía a su tercer congreso literario o ser ese niño interno que prefería los hot wheels, esos autitos que cambiaban de color con el agua fría y caliente, a las barbies. Frida no me respondió con su mirada pero la busqué y la encontré: me apasioné con sus colores e intenté vivir con su fuerza. Quise saber qué hubiese sido de ella sin sus frondosas cejas y qué sería de mí si mis pies dejaran de crecer. En menos de un año pasé del talle 37 al 41 y como payaso inflable con base de arena que rebota contra el piso, mis pies me causaron más visitas al suelo de las permitidas por la gravedad. Hoy ya llevo veintitrés años y una tumultuosa colección de 23 yesos.


Mi papá dice que cuando algún muchacho me venga a “llevar”, me va a entregar con un manual. El que venga a buscarme va a tener que saber que por las noches busco luces perdidas a los gritos, asesino a los bichos que caminan por mi almohada a las trompadas y que puedo aparecer en la cocina comiéndome un sándwich de milanesa con mucha mayonesa, mostaza y tomate, pero todo sin haber perturbado mi más profundo sueño.


Sé cocinar, se planchar, pero sobre todo soy independiente. Me pongo sola los pantalones y también me los sé sacar. Aprendí a mirar hacia los dos lados al cruzar la calle hace ya mucho tiempo. El partido lo veo entero, y la novela de la tarde también. Si alguien me odia sin sentido, se la devuelvo doble. Y si me dicen que me quieren, mido la distancia entre su alma y la mía y me zambullo de un chapuzón, sin fijarme si la pileta está podrida. Es que soy emocional, temperamental y todos los “al” que se puedan esperar.


Confieso nunca haberme enamorado. Por lo menos eso creo. Me he obsesionado platónica y adictivamente, pero no creo haber llegada a eso que llaman amor. Y si lo hice, que desilusión, porque no me di cuenta. Las parejas no me duran. Dos, tres, cuatro meses y basta. Alguno de los dos se aburre y otro muñequito de torta para la repisa superior. En un principio culpé a Disney y su maldita imposición de príncipes azules con alfombras voladoras. Hoy no culpo a nadie. Mi psicóloga dice que así somos nosotras. Y parece que no hay nada de malo en eso.


El 8 de octubre de 2006 algo cambió y tuve que enfocarme en aprender a vivir de nuevo. Volvía de un viaje a una escuela rural en Quitilipi, Chaco, cuando un conductor ebrio zigzagueó por la ruta y estrelló su camión contra el micro en el que viajaba. Se perdieron diez vidas por la ineptitud, la falta de controles y el descuido. No fue un accidente porque pudo haberse prevenido. Hoy solo vivo del pasado y del presente, me cuesta el futuro.


Suelo entregarme al drama con frecuencia. Lloro con hipo en las películas tristes y si quiero disfrutar de mi depresión releo Sinfonía para Ana de Gaby Meik. Cómo dice una de las protagonistas de Te pido un Taxi, cada vez que entro a un curso nuevo espero encontrar al amor de mi vida. Es que los levantes de boliche me causan entre claustrofobia e inseguridad. Crease o no, todavía no me rendí, supongo que alguna vez diré “hola mi amor”, pero nunca “bichi” o “ratoncito”, odio los diminutivos animalísticos.


Hablo hasta por los codos. Al principio pensé que era un defecto que tenía que superar (a veces todavía lo pienso) pero enseguida me doy cuenta que soy así. Que sería de mi sin un “yaya cállate”. Y porque viene a cuento, no puedo vivir sin ellas (y ellos, si creo en la amistad entre el hombre y la mujer). Para mí la amistad es la electricidad que me hace andar. Cada tanto me enchufo a allas y me acuerdo por qué vale tanto la pena gritar para ser escuchada. Son mi cable a tierra, los que me cagan a pedos, las que se deprimen conmigo, los que se burlan de mi, si estoy mucho tiempo lejos de ellas, se me descarga la batería.


Mi nueva locura es la fotografía, por ahora una locura bastante cara. Espero que dure. Me gusta que mis libros estén ordenados por temática y tamaño, los chiquititos siempre al medio, y me autoescondo cosas entre sus páginas para reencontrarlas algún día. Escribo sobre lo que veo y luego lo cambio, trastorno, para que se convierta en parte de mi vida. 60 caracteres es mi “a flote”, donde me desahogo con egocentrismo. Y sí, me encanta que me lean.


Odio esta frase pero “lo que más me gusta y disfruto en la vida” es viajar. Me descontrola la energía, me hace pensar que no hace falta más para vivir que eso, descubrir lugares nuevos. Tomar mate en playas donde la yerba significa otra cosa. Tocar piedras de cuarzo y sentir que la energía te vibra en los dedos. No pensar en nada más que ese exacto momento, en esa canción estúpida sin final, en esa milanesa de arena y en los ojos hinchados que ven por primera vez un lugar nuevo.


Tengo caderas grandes, y como a la mayoría de las cosas que conforman mi vida, les puse nombre: les presento a Francin y Nadin. Hace pocos años acepté mis rulos, ahora los adoro tanto como al color de mi piel. Siempre consideré a mi naríz como punto fuerte y a mis ojos chinitos, negros y chiquititos como mis más grandes traidores, cuentan todo lo que yo no quiero decir.

Luego de cada sonrisa y cada herida, una nueva línea aparece en mi mano. Creo en el destino, pero también creo en poder cambiarlo. No puedo evitar los brujos, aunque todavía no les creo del todo. Me obsesionan las listas. Las de supermercado, las de libros por leer, las del día, las de nombres... Todo tiene su lista y el placer de tachar lo consumado al final del día se asemeja al de saber, que por ahora, va todo bien. Creo en hacer todo lo que se me ocurre pero, como se ve, me cuestan los finales.

sábado, 10 de julio de 2010

Dial. en el Roca


Si el subte tenía olor a sexo viejo, el tren Roca olía a huevos. Huevos humanos. En su sentido más figurativo. Nunca estuve en uno pero proyecto que es el mismo olor que el de un vestuario de fútbol en verano.
Mientras me alejaba del señor que se masturbaba por el bolsillo roto, pensando que nadie se daba cuenta de sus movimientos sincronizados, volví a colgarme en una charla ajena:
- Sabes lo que pasa, ya estoy grande para caer en “seguro no le llegó o no tenía crédito” (ni ningún celular cerca para responderme, agregaría yo).
- son autoexcusas gastadas…
- Y está perfecto, si no me quiere responder, que no responda. Por lo menos se que ramas del árbol podar.
Esta última metáfora me costó un poco, no sé si por el cansancio del trabajo o porque era demasiado elaborada para un simple mensajito sin respuesta.
No puedo negar la identificación directa. Creo que ninguna mujer (y me atrevo a decir que ningún hombre) lo puede negar. No me voy a nombrar la reina de las desgracias pero soy persona de no recibir respuesta. Admito que me pasa más seguido que al promedio. Pero también admito que soy persona de no darlas o más seguido que el promedio, evadirlas. Es que las respuestas son difíciles, hasta las más sencillas.
Y en la estación de Avellaneda, mientras el señor que se quería demasiado como para obviar al público se bajaba sin sacarse la mano del bolsillo izquierdo, vi la cara de aquella Ella que había decidido que la falta de respuestas no le permitiría mentirse. Morocha, de rasgos largos tenía de esas tristezas que se graban en las pestañas humedecidas. Esas que son más frustración que amargura. La del intento repetido y cada vez con menos esfuerzo. Tenía el pelo largo, muy largo, con onditas en las puntas. Se lo envidié… sigo esperando que el mío crezca. Vi sus manos, me reí… el esmalte estaba tan salteado como el mío. Era extrañamente hermosa, raramente fea, un cuarto de bruja y el resto de hipnotista. De repente, sintiendo mi mirada, y me ofreció la peor de las suyas. Ahí fue cuando recordé que estaba demasiado cerca. Que escuchar las conversaciones ajenas es tan malo como leer el diario del viajante vecino. Me corrí incomoda, como queriendo cambiar de vagón para estar más cerca de Constitución. Odié la falta de música, aflojé la bufanda que me ahorcaba de vergüenza y giré para ver si me seguía mirando. Encontré su sonrisa de cierto perdón. Se la devolví y volvió a su charla de amigas. Deduje que ella supo que yo también era una chica con falta de respuestas.

Dial.


- Hay gente que no entiendo cómo está sola…
- Si… quizás ocultan algo…
- ¿Vos decís que mienten en su estado de facebook?
- No, va puede ser… pero a lo mejor tienen una cicatriz interna, de esas que impresionan más que las que atraviesan mejillas.
- Y por eso están solos…
- Por eso.
- Los incapacita para amar
- O para intentarlo por lo menos.
- Muestran toda su belleza para tapar el agujero que les dejó la mala cicatrización.
- Si, algo por el estilo.
- Quizás ser buena persona no significa estar siempre acompañado.
- Las buenas personas también disfrutan de la soledad.
- Entonces ahora entiendo un poco más porque esa gente puede llegar a estar sola.

jueves, 8 de julio de 2010

Velocidad



El subte tenía olor a sexo viejo. A sexo entre hombres, con más de un perfume de caballo, con testosterona traspirada y aliento a whiskey ahogado en cerveza rancia.
Mi cartera estaba desubicada, yo no, ella sí. Mientras el borracho apoyaba a la cincuentona de arrugas planchadas y leopardo violeta tatuado en los muslos, mi cartera le daba toquecitos al traje de al lado. No pude frenarla, estaba inmersa en un vaivén automático de línea C y mi otra mano sostenía los restos del almuerzo. El pie derecho me latía y el izquierdo se cansaba de sostenerlo. La coca cola light ya no tenía gas y apestaba a edulcorante. La estación moreno quedó atrás al igual que la cincuentona de tanga calcada. Y en ese momento pedí que todo fuese más despacio. Que la velocidad de mis córneas se acompasara con la del paso de la gente. Es ese momento, saber quien entraba y salía de mi vagón era tan importante como el movimiento de mis fosas nasales. Quise que el tiempo se detuviese, para recordar lo que era pensar sin plantearme lo que estaba haciendo. Y por fin liberé o encontré un asiento para quedarme dormida por dos paradas, y recordé lo que estuve soñando la otra noche, mientras me bañaba sonámbula: poco a poco, en mi mundo, había empezado a entrar el punto y coma.