lunes, 30 de mayo de 2011

Mis primeros amores (II)

57 libros. Cuatro personas. El baúl del auto se asemejaba más a una mudanza que a un viaje en familia. Cualquiera hubiese pensado que el objetivo era no hablarse durante todo el viaje. Cualquiera no hubiese entendido la adicción a la literatura que tiene mi familia.

Corría el primer mes del 2003. El destino era el sur. Cruzar la Pampa argentina para llegar a la Patagonia. Tres semanas y un auto con tanque de gas que amenazaba con pararse en cualquier carretera. 11, 13, 12, 11. Esa era la distribución de libros. Cada uno tenía los suyos. Sus gustos, sus ideas, pero cada uno había pispiado los libros de los otros, por si se queda sin material de carretera.

Desde Tolstoi hasta Ángeles Mastretta. La mezcla en ese baúl hubiese hecho vomitar a cualquier literato conservador. Rayuela, de Julio Cortázar, fue el primero en caer en mis manos. Recorriendo sus capítulos de forma tradicional, lo literalmente deboré durante los primeros días en Monte Hermoso. Mi miedo era que su gran volumen no me dejara seguir adelante con mi lista de libros. Si, los libros de mi caja tenían un orden particular: un libro “serio”, alguna novela más “liviana” para descansar, un clásico, alguna crónica periodística y así. Recuerdo como la violencia de La naranja mecánica, de Anthony Burgees, me golpeó con fuerza y me maravilló.

Y luego llegaron ellas, que me acompañan hasta el día de hoy, cuando alguna venita emocional está a punto de explotar y solo sus palabras me hacen entender que el sufrimiento, el amor y la obsesión, son eso, circunstancias pasajeras que uno hace durar según el largo del tiempo que le quiera dar a sus sufrimientos.
Llegaron Alfonsina Storni y Alejandra Pizarnik en medio de un viaje que poco tenían que ver con ellas. Pero lo oportuno del tiempo lo crea uno. Y aunque los gritos de las playas de Las Grutas se alejaban bastante del mar de Alfonsina y del mundo obsesivo de Alejandra, cada palabra resonaba en mi vacío interno.

Una vez un amigo hizo la cuenta de todos los libros que tendría que leer por semana para cumplir con la “lista universal de recomendados”. Algo así como siete, sin importar la cantidad de hojas. Recuerdo que esa frase me retumbaba, mientras pensaba que yo solo había llevado 13 para tres semanas. Pero luego, cayendo en la tranquilidad de la confianza, recordé que lo importante no era la cantidad sino lo que cada uno de ellos me da.

Y hoy, que con duras penas llego a leer tres por mes, y el estante de “libros no leídos” sigue en aumento (en poco tiempo van a estacionar en doble fila)… hoy, que el trabajo y la profesión me recuerdan que las siestas de los fines de semana a veces son tan importantes como las páginas por leer, pienso: que lo bueno de mis primeros amores, es que siguen en mi cuarto, cada uno en su lugar, recordándome que puedo volver a ellos, sin el rechazo lógico hacia una ex arrepentida, y siendo recibida con las hojas abiertas, sin importar cuándo, dónde y porqué, alguna vez tuvimos ese primer amor.


(Publicada en la contratapa del Diario La Unión el domingo 29 de mayo de 2010)

lunes, 23 de mayo de 2011

Mis primeros amores (I)


De chiquita, cuando mi mamá me anunciaba que íbamos al Parque Centenario a cambiar libros, me angustiaba. Por dentro me debatía entre la idea de tener nuevas páginas usadas por leer y el horror de no poder concretar mi sueño: de viejita juntaría todos los libros que alguna vez leídos e inauguraría una biblioteca pública. Si, lo sé, era una nena extraña.
Con el tiempo, y solo con el tiempo, aprendí que hay libros que es mejor no guardarlos. Aún me sigue costando cambiar libros, es más, creo que los únicos libros que vendí en los últimos 15 años son los manuales de matématica, física o química (los de historia y geografía los sigo teniendo). Es verdad, mi biblioteca no es impoluta, está lleno de clichés y alguna vez las novelas rosa poblaron sus estantes. Pero lo que intento decir( y no porque me haya quedado sin material amoroso, de eso tengo para rato) es que lo libros son una parte importante de mi historia, a partir de los cuales puedo recorrerla, como lo son los días para un año.
Enumerar todos los libros que dejaron alguna huella en mí sería imposible, pero he aquí un simple y totalmente subjetivo recordatorio de algunos libros que acompañaron los momentos D, de mi vida.
Sinfonía para Ana, de Gaby Meik. Jamás diría que es el mejor libro que leí, pero si el que más me marcó. Ana es una niña-mujer de tan solo 13 años. Ana empieza el secundario en 1974. Ana es una niña que conoce por primera vez el amor y una mujer que aprende lo que es la política. A Ana la leí por lo menos seis veces, y no exagero. Cada vez que siento que mis lagrimales están secos y mis angustias constipadas, leo a Ana. Así de triste es Ana.
Secretos de Familia, de Graciela Cabal. Secretos… fue mi primera gran novela. Fue la primera vez que un libro “gordito” cayó en mis manos, con la aclaración de que podía ser un libro “demasiado fuerte para una chica de mi edad”. A Secretos… lo recorrí nueve veces. Una por cada vez que quise, durante mi temprana adolescencia o tardía infancia, recordar que no era elúnico bicho raro de esta extraña tierra.
Los años con Laura Díaz, de Carlos Fuentes. A Laura la agarré demasiado joven, me aburrió y decidí abandonarla. Casi diez años después la redescubrí y me enamoré. Si, de ella. Del libro también. De su historia y sus amores perdidos. De su fuerza y de su amistad con Frida Khalo, que por más imaginaria que fuese, nunca deje de envidiar.
Y a tantos otros les debo todo. A Demian, de Hermann Hesse y a Lolita, de Vladimir Nabokov, de ser como soy. A Romeo y Julieta, de William Shakespeare, ser una empedernida enamorada de las tragedias. ADesayuno en Tiffany´s, de Truman Capote, el divismo mediocre pero siempre fielmente construido de una miope con aspiraciones de estrella.
Y ni la tinta, ni las páginas de este diario me alcanzaría para nombrarlos todos. Quizás, el próximo sábado, logre hacer justicia con algunos más de aquellos que con sus páginas, lograron que sea la soltera (dis)conforme

(Columna publicada el 22 de mayo en el Diario La Unión)

viernes, 13 de mayo de 2011

Hagamos terapia


Sesión de terapia. Tema nuevo. Conflicto nuevo. Psicóloga nueva. Una nueva relación de confianza por construir. Hay que ser realistas, empezar terapia de nuevo da mucha fiaca. Te devuelve a los conflictos de tu adolescencia, a las sombras ocultas entre tu infancia utópica y esas ganas inmensas de saber quien sos.

Es difícil, nadie lo niega, pero útil. La terapia no reemplaza a las charlas de amigas, a los consejos de las que te conocen, al comentario perfecto de tu amigo gay que tiene el plus de entenderlos y ser a la vez. Le da un plus, reconfirma teorías y hecha por la borda las estupideces que solo se te ocurren un viernes a la noche, borrachera de dos copas de vino mediante y unas ganas increíble de que tu cama no esté tan vacía. No resuelve el Edipo, pero te lo muestra. No resuelve las lagunas mentales, pero las achica. No te da la fórmula mágica de la felicidad, pero te enumera los motivos para no sentirte tan desdichada.

Hagamos terapia. Grupal. Que sea de a dos, que sea de a tres. No importa. Pensemos. Imaginemos que tenemos esas ganas locas de que todo no sea tan complicado. Acerquémonos a la verdad de la ruptura de cráneos. Juguemos a que todo no sea tan complicado. Pensemos en la sencillez de la locura. De la bondad de la locura. Volvamos a ver las cosas lindas y sencillas del estar locos.

Hagamos terapia. Cada uno desde el rincón de su cuarto. Flexiones de sonrisas. Probemos hasta que queden fijas. Dicen, solo dicen, que la alegría se encuentra riendo cada vez más. Jugando a ser postre de chocolates. Bañándose en mousse de dulce de leche.

Vayamos a terapia. Y si ese día también vamos a la peluquería mejor. Cambio de cabeza, estiramiento de rulos para desenredar las complicaciones y arriba el ánimo, que esto es una fiesta.