Un juego de palabras en twitter llevó a una búsqueda inocente en google. Y de ahí a saber que esa frase infantil era un libro. “Prontos, listos, ya” de Inés Bortagaray. Enseguida, el capricho literario quiso tenerlo, mail madiante a mi prima, iba a ser un envío desde las tierras orientales.
Pero esta mañana el razonamiento irracional de una mente con problemas, me despertó temprano. Salí rumbo a Libertad, en busca de los complementos necesarios para preparar a Renata para su próximo viaje. Y la calle corrientes me recibió con la Hernández abierta. Fue sencillo, bastó preguntar y el libro que parecía inexistente en las librerías porteñas apareció como arte de magia. Al principio, mezcla de desilusión y dedos demasiados largos en búsqueda de un tomo cuantificado que me acompañara en los bares madrileños, la mueca de “es demasiado pequeño” apareció en mi cara. Agregándole que la letra era por lo menos un +16, me di cuenta que no me acompañaría más que un par de horas en algún café barrial. Y ahí partí, con una bolsa demasiado grande para tan pocas páginas.
El libro no me desilusionó. Una mezcla extraña de estar leyendo mi infancia y saber que el final agridulce de un comienzo se acercaba. Fueron las palabras, las sensaciones exactas que me hicieron leer lo vivido. Y después todo volvió. Como siempre, la vida real vuelve cuando la última página se termina. Y esa angustia de último sueño, de final despierto, de semiinconsciencia interrumpida.
Los libros son como mi sonambulismo, cuando los disfruto, cuando los siento, me despierto con la impresión de haber creado un mundo paralelo donde digo lo que pienso y hasta yo desconozco.