miércoles, 27 de julio de 2011

Cada cinco minutos



Me desperté tarde. Nunca supe poner la alarma, cada noche te pasaba mi celular y te decía la hora exacta, siempre impar, en la que tenía que levantarme.

No llegué ni a bañarme. Con el pelo engrasado, unos dientes mal cepillados y manchas de desodorante en la camisa negra, me subí al primer taxi que encontré. Con vos nunca me tomaba otra cosa que colectivos. No hace falta, decías. Las cuadras que había que caminar era lo que nos terminaba de poner de buen humor, los dos con los ojos todavía semi cerrados, pero de la mano, siempre de la mano.

Al llegar al punto Q, como lo llamabas, me colgaba de tu cuello ejerciendo el peso necesario para que te inclinaras hacia mi, y te besaba rápido, esperando que vos lo alargaras, lo eternizaras, hasta el momento del reencuentro, cuando los dos nos acurrucábamos en tu sillón preferido.

Ahora estoy llegando tarde, quizás es mejor que no vaya. Yo diría que es mejor que no vaya. Llegar tarde a una entrevista de trabajo es como pedir que te echen antes de entrar. Y todo es tu culpa, o la mía, o la de ambos. Ya no importa. Otra entrevista más perdida y el departamento que ya no se paga de a dos. Y vos y tu valija, y tus cajas, y mi planta, que se fueron hace 27 días.

Mañana voy a aprender a poner la alarma. El problema es que vos eras mi alarma. Yo la apagaba cada cinco minutos, cada nuevo aviso. Pero eras vos el que la ponía media hora antes, porque sabías que 30 minutos después me ibas a despertar, con un millón de besos y las palabras justas para recordarme que llegaba tarde. Yo sabía de tu truco, pero nunca te decia nada, y esperaba esa media hora haciéndome la dormida, ansiosa por tu millón de besos.

Si digo porque te fuiste, perdería su mágico dramatismo. Dejémoslo en que vaciaste tu parte del placard y, sin mirar por la ventana como hacías cada vez que partías, te largaste. Por eso supe que no ibas a volver. Porque algo te dijo, y me dijo, que era mejor que no volvieras.

Y en la cotidianeidad nos extrañamos. Los primeros tres días dormí con tu almohada entre mis piernas. Y supongo que con algo supliste mis abrazos. Al cuarto cambié las sábanas, tu olor ya no hacía efecto, solo me desvelaba. Al quinto saqué tus libros, los metí en una caja esperando que volvieses por ellos, en algún momento en el que yo no estuviese. Al onceavo saqué tus dvds, tus favoritos de la computadora que compartíamos y te guardé los archivos en un dvd. A las tres semanas ya no quedaban rastros tuyos y supe que no ibas a volver, tiré todas tus cosas.

Pasado voy a aprender a poner la alarma. Va a ser día impar, va a ser un mejor día para dejarte ir. Porque te voy a dejar ir, si, cada cinco minutos un poquito más, hasta que la media hora se haya completado y sin tus besos, me despierte para empezar de nuevo.

domingo, 17 de julio de 2011

Pozo Ciego



No es que te necesite, pero estoy sintiendo un vacío en mi pozo ciego. Es como un hoyito en un saco de arena. Una permeabilidad en la cañería de mi baño. Algo se está filtrando y no sé dónde está esa gotera que me arruina los pensamientos. Creo que es mi culpa. Nunca supe leer tus actitudes. Siempre me guié por las dos o tres palabras que decías en cada oración, pero no quise notar que las decías de espaldas, mirando hacia abajo, por donde pasaba el hilito de líquido que salía de mi cabeza e inundaba tus alcantarillas.
Es que tengo esa horrible obsesión con las palabras. Podías dejarme esperando por horas en una esquina, o ni siquiera aparecer, pero yo prefería leer una y otra vez el “llego tarde”, borroneado por la poca batería de mi celular y consolándome, por lo menos me habías mandado un mensaje.
Siempre pensé que me dejabas ganar en el pool, y que luego actuabas como mal perdedor para que yo me sintiera bien y me acercase a tu oreja para susurrarte que los perdedores también tienen recompensa. Fue hasta hace poco que entendí que ni siquiera te importaba que los viejos del fondo me mirasen el culo. Solo necesitabas tu cerveza de cinco grados que le mangueabas al chino con la excusa de no tener cambio.
No pensaba que tus silencios y la forma en que tus cejas se contorneaban al escucharme hablar tuviesen tanto sentido. Tanta amargura impertinente. Tanto vacío de atención.
Tendría que haberme fijado más en tus actitudes. En esas ganas locas por dejarme en mi casa lo más temprano posible, de planchar el lado de tu cama que supuestamente “me” pertenecía, cada vez que iba al baño. Tendría que haberme dado cuenta que no era bienvenida. Que te molestaba mi sombra sobre el televisor en el partido del domingo.
En verdad, me di cuenta. No puedo negarlo. Me di cuenta y en la balanza pesaron más tus palabras murmuradas que tu indiferencia silenciada. Pero solo hasta hoy. Hoy, mientras lo pienso, cierro el hoyito de mi cerebro. Ya no gotea más ese líquido espeso que cae cada vez que pienso que te extraño. Porque lo pienso pero nunca lo hago. De a poquito el circulito se va cerrando, dejando de existir y yo me olvido del pool, de las esquinas en las que esperaba y de vos. Por fin me atrevo a confesarte que no es que no te necesite, sino que mi pozo ciego está empezando a esperar otro amor.