martes, 15 de enero de 2013

La Reja



Los fines de semana y veranos de mi primera infancia transcurrieron en Moreno. En una alpina diseñada y construida por mi papá, bajo el ojo contador de su mujer y el nombre de La Reja.
Es poco lo que recuerdo en imágenes, son los sentidos los que cada tanto me la traen a la memoria. Y esos primeros años inmensamente cargados, sentidos, vuelven a mi. Solos, pensantes, con olores, sonidos, pesos y sabores.

El olor a las gomas quemadas en la ruta cercana, el empacho con nueces verdes, el arenero y el reinado de sus hormigas. La lluvia húmeda, mojando el naylon que cubría la pelopincho, y las gotas sonoras rebotando en la pileta de Oscar, el vecino, que cada tanto visitábamos y se nos asemejaba a un mar de infinitas posibilidades. Y las castañas de cajú, como olvidarlas.

El ladrido de Alan, el perro policía de al lado, al que nunca me dejaban tocar pero que yo creía mío. Las gotas de sudor en verano, al subir la escalera caracol que conducían a los cuartos y que nos habría la puerta al mismísimo infierno, embotado en ese techo a dos aguas. El peso de la máquina de hacer pastas de mi abuela, que ni los ladrones soportaron y abandonaron a mitad de la calle de tierra, llevándose todo lo demás.

La casa en el árbol que nunca fue, inconclusa, prometiendo ser para alguien más. Las hamacas de ruedas de tractor, fuertes, eternas, con agua acumulada en sus canaletas. El juego de living para tomar el té, todo de caña y solo apto para menores de seis o cuerpos delgados que pudiesen ser contenidos por sus brazos. Las antorchas improvisadas con el fuego del asado, con mi amigo de turno; las guerras con semillas de sandía y mi mamá gritando que las íbamos a levantar una por una. Las bolsas con agua colgando en cada esquina, como un rezo para ahuyentar a las moscas y avispas.

El árbol de Navidad más grande del mundo, nunca antes visto, y con las raíces en la tierra, que abrigó mi primer juego de Playmóvil y mi primera Nenuco, que sufrió un corte drástico de pelo y, sin ser reemplazada, tras llantos desconsolados, tuvo a su melliza, con su cabellera hermosamente intacta.

Cuando paso cerca y veo la punta de la alpina, no puedo evitar que mis ojos sean usurpados por la humedad. Quizás porque la viví poco o porque los primeros recuerdos, por más que sean a través de olores, sabores y pesos, son siempre los más fuertes.

Hoy un rayo de día, casi nocturno, y el olor húmedo de las vías del Roca me la devolvieron por un instante, intacta, sentida, inmensamente pesada. A ella y al sapo Carlitos, al barrilete de Bart Simpson que debe seguir colgado, entre los cables que bordean al Acceso Oeste. A las tardes en trineos de cartón y colinas de pasto que parecían eternas en sus caídas.

Sólo un olor, y su poder de recuerdo. Y esa primera infancia, ya tan lejana, pero tan presente, real como el día que la dejamos atrás, con sus rejas verdes y esa sensación de infinidad.