Me desperté tarde. Nunca supe poner la alarma, cada noche te
pasaba mi celular y te decía la hora exacta, siempre impar, en la que tenía
que levantarme.
No llegué ni a bañarme. Con el pelo engrasado, unos dientes mal cepillados y
manchas de desodorante en la camisa negra, me subí al primer taxi que encontré.
Con vos nunca me tomaba otra cosa que colectivos. No hace falta, decías. Las cuadras
que había que caminar era lo que nos terminaba de poner de buen humor, los dos
con los ojos todavía semi cerrados, pero de la mano, siempre de la mano.
Al llegar al punto Q, como lo llamabas, me colgaba de tu cuello ejerciendo el
peso necesario para que te inclinaras hacia mi, y te besaba rápido, esperando
que vos lo alargaras, lo eternizaras, hasta el momento del reencuentro, cuando
los dos nos acurrucábamos en tu sillón preferido.
Ahora estoy llegando tarde, quizás es mejor que no vaya. Yo diría que es mejor
que no vaya. Llegar tarde a una entrevista de trabajo es como pedir que te
echen antes de entrar. Y todo es tu culpa, o la mía, o la de ambos. Ya no
importa. Otra entrevista más perdida y el departamento que ya no se paga de a
dos. Y vos y tu valija, y tus cajas, y mi planta, que se fueron hace 27 días.
Mañana voy a aprender a poner la alarma. El problema es que vos eras mi alarma.
Yo la apagaba cada cinco minutos, cada nuevo aviso. Pero eras vos el que la
ponía media hora antes, porque sabías que 30 minutos después me ibas a
despertar, con un millón de besos y las palabras justas para recordarme que
llegaba tarde. Yo sabía de tu truco, pero nunca te decia nada, y esperaba esa
media hora haciéndome la dormida, ansiosa por tu millón de besos.
Si digo porque te fuiste, perdería su mágico dramatismo. Dejémoslo en que vaciaste
tu parte del placard y, sin mirar por la ventana como hacías cada vez que
partías, te largaste. Por eso supe que no ibas a volver. Porque algo te dijo, y
me dijo, que era mejor que no volvieras.
Y en la cotidianeidad nos extrañamos. Los primeros tres días dormí con tu almohada entre mis piernas. Y supongo que con algo supliste mis abrazos. Al cuarto cambié las sábanas, tu olor ya no hacía efecto, solo me desvelaba. Al quinto saqué tus libros, los metí en una caja esperando que volvieses por ellos, en algún momento en el que yo no estuviese. Al onceavo saqué tus dvds, tus favoritos de la computadora que compartíamos y te guardé los archivos en un dvd. A las tres semanas ya no quedaban rastros tuyos y supe que no ibas a volver, tiré todas tus cosas.
Y en la cotidianeidad nos extrañamos. Los primeros tres días dormí con tu almohada entre mis piernas. Y supongo que con algo supliste mis abrazos. Al cuarto cambié las sábanas, tu olor ya no hacía efecto, solo me desvelaba. Al quinto saqué tus libros, los metí en una caja esperando que volvieses por ellos, en algún momento en el que yo no estuviese. Al onceavo saqué tus dvds, tus favoritos de la computadora que compartíamos y te guardé los archivos en un dvd. A las tres semanas ya no quedaban rastros tuyos y supe que no ibas a volver, tiré todas tus cosas.
Pasado voy a aprender a poner la alarma. Va a ser día impar, va a ser un mejor
día para dejarte ir. Porque te voy a dejar ir, si, cada cinco minutos un poquito más, hasta que la media
hora se haya completado y sin tus besos, me despierte para empezar de nuevo.