martes, 9 de julio de 2013

No sé si te diste cuenta



Nunca me gustó lavar los platos. No sé si te diste cuenta, porque cada vez que venías a casa no te dejaba ni levantar la mesa, escondía los guantes y lavaba todo a mano pelada, sin dejar un resto de comida, puteando por dentro porque se me saltaba el esmalte. En tu casa hacía lo mismo, aunque comiésemos siempre la misma pizza con servilletas. Lavaba los platos de toda la semana, las tazas de café acumulada, sospechando que eran demasiadas para los días que habían pasado desde mi última visita, las dos copas de vino y los siete vasos con resto de cerveza que habían dejado tus amigos el fin de semana. Hasta metía en el tarrón de las llaves el arito que había encontrado tirado, al lado del sillón.
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No sé si te diste cuenta, pero nunca me gustó la combinación de tu perfume y el jabón berreta que usaba tu vieja para lavarte la ropa. Pero no podía decir nada, por lo menos no la lavaba yo.

Odiaba los gustos de helado que elegías. No sé si te diste cuenta, pero ya nadie pide menta granizada y menos combinada con crema del cielo. Tu falta de buen gusto a la hora de elegir un chocolate demostraba la mezquindad de tus bolsillos. Ahí me di cuenta que ni billetera mata galán, ni galán mata billetera.

Estoy segura que no te diste cuenta, pero fueron más años de desamor que de amor. Pero una vez que rompí el cerco barato de plástico de segunda mano que no me dejaba olvidar, a pesar de ser la más olvidadiza de todas, lo logré. Y ahí estoy segura que sí te diste cuenta. Mi sonrisa valió más que la extensión de la garantía de la heladera que pagamos entre los dos, la que iba a ser reina del departamento que nunca llegó. Te la dejé, yo quería una con freezer no frost y menos peso sentimental en los cajones de la verdura. Y me fui feliz, livianita, con menos tazas para lavar y el orgullo comprado de pozo, baratito y de construcción lenta, ganándole a la inflación con el precio del ladrillo todavía desfasado.  

martes, 2 de julio de 2013

La extraña sensación de no extrañar


Vi a un nene correr, escapando de su hermano, y lo sentí. Ese miedo feliz, lleno de nerviosismo y con la contradicción a cuestas de querer huir y ser atrapado. Esa que sólo le pertenece a la niñez, cuando el escapar es un placer.

Y vi a una nena, desesperada, comiendo el helado que ya cubría toda su mano. Y recordé esas ganas de lo inmediato, de la rapidez, pero saboreando cada minuto, cada pliegue de los dedos.

Hay momentos que sólo se pueden recordar con sensaciones, que ya no vuelven. Y ahora, que miro para otro lado, me acuerdo de aquella vista, la de hace días, meses, años, no tan lejana, pero a la vez tan distante, que sólo se siente con el recuerdo. Y aunque vuelva a los mismos lugares, ya son otros. Y aunque quiera saborear y oler lo que el tiempo me alejó, el hoy ya es otro, y el ayer no es más que un extraño al que miro con la bipolaridad de la simpatía y la pena.

Y lo feliz se mezcla con la extraña sensación de no extrañar lo que ya no está. Los cambios son raros, más aún cuando te sientan bien.