Nunca
me gustó lavar los platos. No sé si te diste cuenta, porque cada vez que venías
a casa no te dejaba ni levantar la mesa, escondía los guantes y lavaba todo a mano pelada,
sin dejar un resto de comida, puteando por dentro porque se me saltaba el esmalte. En
tu casa hacía lo mismo, aunque comiésemos siempre la misma pizza con
servilletas. Lavaba los platos de toda la semana, las tazas de café acumulada,
sospechando que eran demasiadas para los días que habían pasado desde mi última
visita, las dos copas de vino y los siete vasos con resto de cerveza que habían
dejado tus amigos el fin de semana. Hasta metía en el tarrón de las llaves el arito que había encontrado tirado, al lado del sillón.
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No
sé si te diste cuenta, pero nunca me gustó la combinación de tu perfume y el
jabón berreta que usaba tu vieja para lavarte la ropa. Pero no podía decir
nada, por lo menos no la lavaba yo.
Odiaba
los gustos de helado que elegías. No sé si te diste cuenta, pero ya nadie pide
menta granizada y menos combinada con crema del cielo. Tu falta de buen gusto a
la hora de elegir un chocolate demostraba la mezquindad de tus bolsillos. Ahí me
di cuenta que ni billetera mata galán, ni galán mata billetera.