Hace algunos años, exactamente en enero de
2006, dejé de usar reloj. Las circunstancias son obviables, pero hacen de la
historia algo más que un cuento.
El lugar era Brasil. A mi pesar, fui la única
de nueve personas que decidí llevar reloj al viaje. Los celulares estaban
desactivados, y salvo interpretar la posición del sol, era la única fuente de
información.
Las nueve, yo incluida, teníamos la necesidad
de saber a cada rato en qué momento del día nos encontrábamos. Si era la hora
de comer, de la siesta, de sortear quién se bañaba primero o simplemente si el
horario que imaginábamos se asemejaba o acercaba al que marcaban las agujas.
Al tercer de 24 días, me cansé. Mi mochila se
llenaba de arena cada vez que la averiguación se llevaba a cabo en la playa. Mi
lectura se veía interrumpida unas cinco, quizás seis veces, mientras esperaba
paciente mi turno para el baño. Y ese día lo dejé. A pesar de los “peros” de
mis amigas, mi decisión fue irrevocable.
A la vuelta intenté reincorporarlo a mi
muñeca, pero libre de ese peso temporal, había cambiado su anatomía, ya no
soportaba la molestia de la maya chocando contra ella o el desagrado del calor
mezclado con el roce de la piel quemada.
Hace poco me di cuenta que en mi camino hacia
la redacción miraba el reloj una vez por parada. En total tengo 19 estaciones y,
por lo menos, promediando y sumando las diferentes caminatas, 20 minutos a pie.
Eran muchas consultas al celular, hasta que me autoconvencí de que sin importar
las veces que mirara el reloj, el tiempo no iba a pasar más rápido.
Los ambientes, las circunstancias, te llevan a
apresurar el ritmo de la vida misma. La ansiedad se ve en la aceleración del
paso, en la molestia del ritmo. Hasta los latidos se tranquilizan cuando uno decide
no pensar, ni mirar, el tiempo.
Se llega cuando se llega y se tarda en ir lo
que se tarda en pensar el camino. No importa cuantos segundos conforman una
cuadra o si el tren tardó dos minutos más de lo pautado en su cronograma.
Cuando el tiempo se precipita, cuando urgen las ganas de alivianar el peso para
llegar antes, hay que dejar de mirar el reloj. Pensar que las ganas no se
condicionan con la duración, salvo que el tiempo se mida en historias recordadas,
es saber que no hay prisa sin apuro.
(Publicado el 15 de enero en la contratapa del Diario La Unión)
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