Sabías que me estaba quedando sin secretos, te
los había contado todos. Pero no podía quedarme callada, el miedo a tu ausencia
me llevó a explicarte mi sensación más extraña:
A
veces, siento que mi vida es una película. Argentina. De esas que tienen
silencios prolongados, cotidianos, sin nudo o desenlace. O quizás los tienen,
pero son irremediablemente borrosos, como su principio y su final. Me pasa
bastante seguido, cuando llego a Constitución y, dueña de un cerebro agotado que
no quiere parar, sólo puedo mirar mis pasos. Mis pies saliendo del vagón,
pisando el rectángulo amarillo que antecede a la puerta, pisando el cemento
sucio de la estación. Pisando sus quebraduras, líneas que memoricé en la
primera semana de viajes. Mi cuerpo rebotando con ajenos, la cartera apretada
contra el pecho.
Antes de llegar al final, o al principio, justo donde el piso se vuelve diagonal, miro el reloj. Pero la hora no me dice nada. Los ruidos rebotan antes de llegar. Y todo parece detenido en el tiempo, en un tiempo ajeno a ese reloj, tan importante para los que se van y tan sin sentido para los que llegan. El no lugar, el no tiempo me prometen la escena más conmovedora del film.
Antes de llegar al final, o al principio, justo donde el piso se vuelve diagonal, miro el reloj. Pero la hora no me dice nada. Los ruidos rebotan antes de llegar. Y todo parece detenido en el tiempo, en un tiempo ajeno a ese reloj, tan importante para los que se van y tan sin sentido para los que llegan. El no lugar, el no tiempo me prometen la escena más conmovedora del film.
Cuando
llegué a ese punto, ya no me escuchabas. La mitad de tu cuerpo se había ido.
Por suerte, tu mitad inferior. ¿Por suerte? Pero igual ya no me
escuchabas. Continué con mi relato, intentando seducir a lo que quedaba de vos.
La
sensación extraña me pasa cuando estoy rodeada de otros. De demasiados otros.
Si hay música de fondo mejor. Pero no te preocupes, nunca tengo el coraje
suficiente para piantarme y obligar al resto a cantar conmigo o a bailar una
coreografía de movimientos descoordinados. Es que en estos momentos raros, si
la música es lo más ajena posible a la situación, mejor. Mucho mejor. Un cha
cha chá, por ejemplo, o una cumbia de pasitos cortos y frentes sudadas.
Cuando
terminé de explicarte mi extraña sensación me di cuenta que sólo quedaba tu
sombrero. Te lo habías olvidado. Quizás lo dejó a propósito, pensé. Y quise
también pensar que era tu carta de despedida, que me lo habías dejado para que
lo usara el resto de mis días. Pero antes de elaborar el origen de mi ilusión,
tu mano volvió por él. Sólo tu mano, el resto de tu cuerpo se quedó esperando a
lo lejos, para no sentir la alergia que le producía mi piel.
Y tomé la decisión de alejarme yo también, de tomar el camino opuesto, aunque no
fuese mi camino, para dejar de ver tu cuerpo a la distancia, para que los sonidos
fuesen directo a mis oídos, sin rebotes, sin ecos.
Primero se alejó mi cabeza, la madama de la decisión. La siguió el tórax, propietario de mis latidos, y los pies, para no arrepentirme de la apuesta ya jugada. Finalmente el resto, regidos por un orden de importancia que se basó en mi dependencia a tu cuerpo.
Primero se alejó mi cabeza, la madama de la decisión. La siguió el tórax, propietario de mis latidos, y los pies, para no arrepentirme de la apuesta ya jugada. Finalmente el resto, regidos por un orden de importancia que se basó en mi dependencia a tu cuerpo.
Y así nos quedamos, vos con mis viejos secretos, yo con mis extrañas
sensaciones, transitando un camino ajeno que pensaba hacer mío, buscando nuevas
palabras para callar y un nuevo cuerpo a quién contárselas.