Y me miraste directo a la oreja y dijiste, “me falta inspiración”. No sabías si culparme a mí o a tu desventurada imaginación. “Debería ir a pescar” resoplaste y entendí que todo había terminado. Nunca habías pescado en tu vida. Carraspeé para hacértelo más fácil pero te quedaste mudo. Tenías los ojos tan claros que nunca mirabas a la cara. En tu vida escribiste solo un libro pero te bastó para convertirte en uno de esos que a los otros les gusta llamar la joven guardia. Buscabas el segundo y como hijo de matrimonio infértil, tan solo hacías intentos. El mar no te iba a ayudar, el río menos, pero fue ahí cuando me dijiste “vámonos lejos”. No entendí, tal vez las señales estaban cruzadas o querías decirme que el jueves ya no era un buen día para vernos. Pensé que querías irte vos y tu ego, pero después miraste al asiento trasero y vi dos bolsos, de uno sobresalía me zapatos blancos. El auto se puso en marcha y yo seguí en silencio. Nunca en mi vida permanecí tanto tiempo sin decir nada. El amanecer nos encontró en un hotel barato, a mitad de camino a quien sabe dónde. Vos ya no hablabas. Dormimos en camas separadas, de esas de acolchados floreados que no abrigan nada. Nunca entendí si tú te fuiste primero o si yo te había abandonado antes, pero cuando desperté ya no estabas. Habías tendido tu cama, con prolijidad de mucama de hotel. Tu bolso tampoco estaba, ni los jabones del baño, ni esa esponjita que lustra zapatos. Desayuné con el cupón que el hotel te daba para café y medias lunas en el bar de la estación de servicio y volví para comprobar que me habías dejado el auto. Al fin y al cabo era mío. Las llaves estaban puestas y habías corrido cuidadosamente el asiento, para que mis cortas piernas llegaran al embriague. En el asiento del acompañante estaban los chicles que me habías comprado la noche anterior, justo antes de partir. Encendí el motor y tomé esa ruta hacia algún lado. En mi cabeza empezó a rebotar una idea, algo así como una historia de lo que seguramente tú estarías haciendo al costado de alguna calle de pueblo, esperando que el polvo se escondiera en tus ojos hasta resquebrajar tus lentes oxidados. Y por fin entendí, no era necesario pescar para que la inspiración volviese, mi viaje había terminado.
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