Me despertó la agitación de su susurro ahogado. Mi guardaespaldas emocional le había denegado el acceso a mi mente. Se quedó totalmente atónito, nunca antes le habían prohibido el paso a ningún lado y menos a los sentimientos ajenos. Su tarjeta VIP esta vez no hizo click en el código de barra. Una cruz roja le recordó que el aire no es gratis cuando está dentro de los pulmones ajenos.
Mi sonrisa de autosuficiencia se terminó cuando vi sus ojos abarrotados de lágrimas falsas. Tuve que recordar quién era para que su capricho no se transformara en mi verdad. Ni su smoking, ni sus alpargatas, comprarían mi sueño esta vez. Y comencé con mi rezo privado de nuevo. Le pedí amablemente a mis ojos que se cerraran, a mis orejas que se apagaran, a mi mandíbula que se separara. Obligué a mis hombros a descender un piso, a mis brazos a pegarse al colchón, a mi torso a acostumbrarse al aire de mis pulmones. Le pedí a mi cadera que dejara de bailar, a mis piernas que no recordaran más los metros que habían caminado ese día. Y finalmente reté a mis dedos del pie, les pedí que reconciliaran el sueño, que por su culpa, el resto de nosotras no podíamos dormirnos.
Mi guardaespaldas emocional me sonrió, todavía con el brazo extendido para negarle el acceso a cualquier extraño que intentara invadir mi mente. Y aquel viejo conocido, el que volvió luego de encontrar la llave que le abrió la puerta del armario de madera, se dio media vuelta y se fue, con sus ojos explotados de frustración y sabiendo que, a veces, las historias malas, terminan en el basurero.