Soy de las personas que necesitan llenar los silencios. Salvo que el no decir pese más que las palabras. Salvo que, aunque me resulte difícil, no me queden más palabras. Y la angustia del callar sobre la angustia del no tener que decir, me omite, me anula, me suprime.
Siempre dije que no soy buena para las despedidas, pero soy aún peor para los atascos. La marea baja y ya no puedo flotar. No se me ocurre como flotar. Arrastrarse no está en mi adn. Quedarme inmóvil tampoco.
Y si el silencio se mezcla con la falta de movimiento estoy frita. Se me ocurre esa escena triste de un pez convirtiéndose en pescado. De sus últimos movimientos en la arena, sintiendo en la piel un ambiente que no le pertenece. Y el drama se convierte en un chiste malo para mi cabeza. La escena pasa de ser triste a patética. Y recuerdo que alguien me dijo que cuando uno se cuestiona su capacidad de ser feliz, lo mejor es recordar lo bueno y agradecer por ello. No importa a qué o quién, tan solo mirar para arriba (o para abajo) y agradecer. Salir del centro del eje y sentir como el resto sigue girando, aunque uno se crea el motor. Y saber que uno para pero el resto sigue dando vueltas. Y por más autoayuda que pueda sonar, por más cliché que encierren las metáforas absurdas, a veces las cosas son tan simples como mirar hacia adelante y buscar un punto que nos ayude a seguir caminando, sin arrastrarse, sin marearse, sin flotar, con los pies, paso a paso.
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