Si me vieras, colgada de la ventana del bar más caprichoso de Buenos Aires, decidiendo si las gotas hacen globitos de saliva, si la lluvia va a seguir y si tiene gusto a verano o ya sabe a otoño.
Si me vieras, tratando de traspasar con la mirada el vidrio, pero sin sentir el frío. Contando los paraguas de colores a la vez que le doy el último sorbo a una lágrima doble fría y maldigo las macitas que me tocaron.
Si nos vieras, en el bar de enfrente ya hay otras tres historias. Una pareja que no decide separarse, dos amigos que recuerdan cuando se imaginaban juntos su amistad en los últimos años y un hombre solitario, que inventa historias a través de la ventana abierta, mientras sus anteojos se llenan de gotitas.
La pared manchada de un edificio se funde en el gris del cielo y alguien pasa corriendo en mangas cortas. El spray de los autos al pasar hace que llueva de abajo para arriba. Roberta compra una revista antes de entrar al café pero desiste a la tercera hoja, no reconoce a ninguna de las mujeres de curvas de reloj de arena que se desnudan de espaldas a la mirada del lector.
Es un bar de la tercera edad. Las conversaciones resuenan de nietos, marcas de lana y política de otro tiempo. Las pastillas se quedan en los pastilleros españoles y los cafés siempre llevan tostados o masitas por cuarto. No hay Wi-Fi, no suenan los celulares de ringtones rockeros. El ruido es silencio con música de cabaret tranquilo. De esas que dictan el tap tap tap con los pies. Solo las frenadas del 110 hacen timbrar el tímpano. El tiempo pasa diferente, las tentaciones no tientan y los resúmenes son una carrera consumista de papel.
A destiempo la información se acumula y se curan los oídos que terminan por escuchar tan solo lo que dice mi mente.
Si me vieras, moviendo los labios sola, persiguiendo las conversaciones ajenas mientras que una señora de rouge marrón grita al lado mío: “no entiendo como esta chica puede estudiar en un café”.
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