Jugó con su espejo negro que se proyectaba en el piso de la plaza. Aleteó sus brazos y la carcajada surgió desde lo más profundo de su vientre. El sol de principio de invierno no le calentaba la espalda pero le permitía saber que estaba viva. Dio tres pasos de baldosas impares y atacó su propia sombra, con una ira que desentonaba con el vaivén de las hojas que caían, ya secas, muertas. Se mordió el labio ya partido y saboreó el gusto a sangre mezclado con el caramelo de eucaliptus que había robado del kiosco. No tenía en qué pensar, que sentir, pero se creía lo suficientemente llena para reír y rasguñar. Los siguientes tres pasos le devolvieron una mirada. Un perro que se acercaba a ver qué juego estaba ganando. Le rascó la cabeza y sintió que los ánimos se le llenaban de pulgas. De repente, el espejo negro que la perseguía dejó de ser gracioso y la asustó no ver sus rasgos, que solo le devolviera movimientos absurdos y comunes, que cualquier otro hubiese podido repetir. Juntó saliva y lo escupió. Qué sabía él, hijo de puta, qué sabía el de su persona. Quién era él para decir olvidarse de sus rasgos, de su nariz empinada, de sus dedos cortos y sus palmas gordas. Cómo podía jugar con su largo dependiendo de la luz, porqué esa bipolaridad que la transformaba en jirafa o enano de jardín. Lo pateó pero no se fue. Cambió de ángulo pero astutamente también se movió. Le dijo que no le importaba, que no era nada para ella más que… una sombra. Pero no reflejó sus lágrimas. Siguió optando por reflejarle una verdad parcial, borroneada por el empedrado de la calle, doblada por el cordón roto de la vereda. Y finalmente se cansó. La dejó seguirla, se sintió superior a ella aunque a veces la sobrepasaba… supo que sería una carrera de por vida. Cinco cuadras, y un profundo silencio, después, se miraron. Le sonrió y finalmente con un grito mental le agradeció por nunca abandonarla.
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