Buscó la calle más tranquila para caminar y leer, a la vez.
El problema era la luz, la calle más tranquila carecía de luz. Tres cuadras y
lo vio. Pelado por elección, estaba invertido. La barba era su mayor atributo.
Lo miró, sabía que era él. Se había enamorado, quiso decirle que era la razón
de su vida, pero no se animó, siguió caminando y cruzó de calle, justo cuando
él tenía que pasar a su lado. Siempre se enamoraba de los hombres del subte,
pero esta vez era diferente, había elegido esa calle, esa cuadra.
Se dio cuenta que buscaba el éxito del personaje. La historia de su personaje
carecía de cualquier triunfo, pero ella lo buscaba. Le faltaban nueve páginas y
sabía que el final era peor. Pero no se imaginó que el desconsuelo estaba
escrito. El final le produjo tanta angustia que quiso volver, buscarlo, decirle
que su final, “nuestro” final, no iba a ser tan determinante. Determinante,
pensó en esa palabra. Pensó en recorrer sus pasos desafiando al tiempo, buscarlo,
decirle que iba a cuidar de su perro, que sería de los dos. “Nuestro” perro.
“Nuestra” vida.
Recordó lo mal que le hacían los finales, los libros. Su mamá siempre de decía
que leyera más despacio, que las páginas no se comían, se disfrutaban. Decidió
que tenía razón, pero que la razón no era tan fácil de cumplir. Se acordó de
aquel, el que tenía el pelo en el orden correcto, pero la mente desordenada,
invertida. Recordó como había vivido a través de esa historia que sí le
pertenecía, pero que se había convertido en leyenda, en una fábula con moraleja
negativa.
Enseguida cambió sus pensamientos. Su mamá también le decía que invirtiera su tiempo en los pensamientos correctos. Nunca le gustó esa compañía. Era “poca cosa para su hija”.
Enseguida cambió sus pensamientos. Su mamá también le decía que invirtiera su tiempo en los pensamientos correctos. Nunca le gustó esa compañía. Era “poca cosa para su hija”.
Releyó el final por última vez. La primera había sido al principio, después de las tres palabras que marcaban el comienzo siempre leía las últimas tres. Era un hábito difícil de cambiar. Y le volvió esa sensación de cómo vivir sin esa historia. De no poder parar de pensar a través de esas oraciones cortas, como de largometraje bizarro.
Su vida, la que le había tocado, le resultaba a veces tan insoportable que necesitaba vivir de ellos, los libros, las historias que la robaban de su tiempo, de su lugar inexistente.
Finalmente pensó que era mejor, la historia con el pelado no iba a resultar, no podía ser tan hipócrita consigo misma, no le gustaban los perros y el estaba acompañado por un ovejero alemán. Decidió
que hasta era mejor la conclusión de esa historia, ese cuento, porque habría
otros, otras páginas por revolver, a velocidades irreconocibles, total, la vida
le iba a alcanzar para vivir otras vidas, reinventar esas otras personalidades.
Llegó a su casa y, tras ponerle nombre y fecha, lo guardó en la biblioteca
izquierda, en la más importante, según su disposición. Y pensó en ese otro aquel,
el de la sonrisa china, quizás ese otro aquel fuese, finalmente, el personaje
de su historia.