Una vez me dijeron que la confianza debía ganármela. Me dijeron que mis acciones no justificaban ese mérito, que todavía no me merecía ese premio. En ese entonces pensé que era cierto, que no era de confianza, que una chica de armas tomar debía primero asentarse para que luego la recompensaran. Me transformaría en la perfecta ama de casa. La de las sábanas blancas, limpias y estiradas. La del pastel de manzanas, el que me enseñó a hacer mi tía a los doce años, la que le agregaría la perfecta bola de helado de crema que no se derretiría hasta el primer mordisco.Pero las uñas me crecieron y aprendí a defenderme. Y luego pensé, ¿realmente debo ganarla o ya la tengo y mi misión es no perderla? También me crecieron las piernas y empecé a caminar. Trepé entre las piedras y llegué hasta lo más bajo de la cima. Y pensé que todo lo que me hayan dicho o lo que me digan no tiene sentido. Porque la importancia de las palabras ajenas es la importancia que yo le doy a mi egocentrismo. Nadie está pensando en mí, solo yo pienso que el otro piensa que soy. La tierra no gira en torno al ser humano, nosotros tenemos suerte de poder caminar en ella. Y al carajo la confianza. Hoy me río de aquella reacción que me envolvió en delantal de cocina. Porque la confianza no se gana, no la tengo, lo soy.
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