“Creo que estoy pensando de más”, dijo ella y escuchó su último latido. Le era difícil tener pensamientos impares, como si la sangre corriese en sentido contrario, llevando toda la basura al corazón. Es que finalmente aquel viejo sentimiento al que llamamos amor termina por cuajarnos. Sintió lo mismo que el día que cumplió 18 años, cuando le dejaron abrir el baúl de su abuela para quedarse con el tapado rojo y lo único que encontró fueron retazos de lana y una nube de polillas que le acarició las pestañas. Se quedó parada en el medio de ese vacío rodeado de baile y sacó los guantes de boxeo para defenderse de las avispas que la acosaban. Volvió a olerse la muñeca, buscando rastros del perfume de doce horas pero temblaba tanto que no pudo más que lamerse la palma de la mano. Nunca sería una de esas chicas de revista, las de la propaganda de ropa interior con fondo de playas de photoshop. Nunca sería la fea que tapa los espejos, pero ese nunca ser era lo que terminaba definiéndola. Y extrañaba, extrañaba sus brotes psicóticos donde si era, donde era madama, donde era puta y oligarca, concheta de los noventa y estrella de pop rock de los ochenta. Pobre de cartones de bom o bom y rica de todo menos sentimientos.
“Creo que si pienso que pienso ya no pienso”, dijo ella y el sonido de un teléfono mal colgado la despertó del sueño de estufas y aires sin oxígeno. Todavía sentía, por lo menos todavía sentía. Por lo menos las uñas clavadas en la pierna. Por lo menos esa masa que se incrustaba entre las costillas. Por lo menos el punzante dolor de una migraña que tenía lo mismo de congénita que de emocional. Todavía sentía. Y las sábanas se enredaron entre sus piernas atándola a una cama recalentada. Tropezó al caerse y su nariz raspó es suelo.
“El miedo al porqué me hace tiritar”, dijo ella justificando al calefón que ya se había terminado hace tiempo. Esa frazada de ducha caliente había pasado a ser tibia y luego fría, helada de mañana. Pero ella ya no lo sentía, su cuerpo disfrutaba su color morado azulado. La despertaron tres golpes en la puerta y un suspiro. El también quería bañarse, al fin y al cabo era su ducha. Salió y rozó su cuerpo que la miraba desnudo con cada uno de los poros. Se sintió observada pero no tomó la ridícula postura de espalda derecha y pechos hacia afuera, ya no le importaba lo que pensara de ella. El entró y se escucho el grito seguido por una puteada y el agua que le erizaba la piel. Ella se vistió rápido y con el pelo mojado salió a la calle, sin despedirse y sin intenciones de volver. Las noches cada vez le duraban más, mientras cada vez sentía menos. Se mordió la punta del pelo más largo y se subió a un colectivo sin saber a dónde ir. Al fin y al cabo lo único que sabía era pensar de más y en el 68 de tarjeta electrónica, volvió a escuchar su último latido.
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