Miró mientras se metía la mano en el bolsillo y se rascaba las bolas. Su mejor amigo le había enseñado ese truco en el primario, escondidos en el baño de maestras. Se aseguró de tener el preservativo que reparte el gobierno en su billetera (aunque al fin y al cabo no sirve para nada, es duro, les pica y se rompe poco después). “Las nenas también tiene que llevar anticonceptivos”, le dijo la profesora de educación sexual en primer año, poco después supo que significaba. Metió la mano en la cartera y haciendo que buscaba una pastilla de menta se fijó de haber puesto un repuesto. Si, estaba, justo al lado de las pastillas que había olvidado tomar la noche anterior. Mierda. Se levantó, pidió disculpas y fue al baño a tomarla con agua de la canilla. Le dio asco, pero peor sería no hacerlo. Ahora por las dudas no haría nada, mejor, que espere a la segunda cita como dice la publicidad de Doritos. Ni ella se lo creía. Cuando volvió el le tomó la mano. Como le repugnaba que le tomasen la mano. Un beso no había problema, el brazo por encima del hombro podía aceptarlo pero la mano, la mano era solo para cuando el anillo estuviese listo. Puso la sonrisa incómoda y se soltó para agarrar la copa. “soy diestra”, le dijo. “Pensé que eras zurda”. “Si para todo menos para tomar”. Y que me tomen, pensó. En sus ojos vio lo mismo que los trescientos treinta y dos anteriores, solo que este era capicúa. Es que armar una pareja siempre le pareció llegar a la pieza novecientos noventa y nueve del rompecabezas y no encontrar la mil. Tantas cosas para conjugar que ni los cuadros de doble entrada de la profe de estadística le servían. Que los dos quisieran lo mismo, estar en la misma situación, que sea el tiempo adecuado, que compartieran cosas, que no compartieran cosas… pero sobre todo estar enamorada. Esta última era su pieza mil. Mientras tanto se divertiría, nadie podría impedírselo. Sin embargo todo se acaba, en algún momento las ganas de mirar cómo se meten la mano en el bolsillo del pantalón deja de tener gracia y sus ganas de que se pongan alcohol en gel y le tomen la mano empiezan a picarle en el cachete izquierdo, justo arriba de su lunar.
Y allá va ella, a conocer otro departamento, a vivir otro poquito mientras espera vivir y él le pregunta, “¿la estás pasando bien?”, “Hermoso mi amor”. Sabe que después de esa última frase solo quedan unos segundos, una fingida, una acabada y él ya no la molestará más, jamás.