miércoles, 29 de agosto de 2012

Nuevas palabras para callar



Sabías que me estaba quedando sin secretos, te los había contado todos. Pero no podía quedarme callada, el miedo a tu ausencia me llevó a explicarte mi sensación más extraña:

A veces, siento que mi vida es una película. Argentina. De esas que tienen silencios prolongados, cotidianos, sin nudo o desenlace. O quizás los tienen, pero son irremediablemente borrosos, como su principio y su final. Me pasa bastante seguido, cuando llego a Constitución y, dueña de un cerebro agotado que no quiere parar, sólo puedo mirar mis pasos. Mis pies saliendo del vagón, pisando el rectángulo amarillo que antecede a la puerta, pisando el cemento sucio de la estación. Pisando sus quebraduras, líneas que memoricé en la primera semana de viajes. Mi cuerpo rebotando con ajenos, la cartera apretada contra el pecho.

Antes de llegar al final, o al principio, justo donde el piso se vuelve diagonal, miro el reloj. Pero la hora no me dice nada. Los ruidos rebotan antes de llegar. Y todo parece detenido en el tiempo, en un tiempo ajeno a ese reloj, tan importante para los que se van y tan sin sentido para los que llegan. El no lugar, el no tiempo me prometen la escena más conmovedora del film.

Cuando llegué a ese punto, ya no me escuchabas. La mitad de tu cuerpo se había ido. Por suerte, tu mitad inferior. ¿Por suerte? Pero igual ya no me escuchabas. Continué con mi relato, intentando seducir a lo que quedaba de vos.

La sensación extraña me pasa cuando estoy rodeada de otros. De demasiados otros. Si hay música de fondo mejor. Pero no te preocupes, nunca tengo el coraje suficiente para piantarme y obligar al resto a cantar conmigo o a bailar una coreografía de movimientos descoordinados. Es que en estos momentos raros, si la música es lo más ajena posible a la situación, mejor. Mucho mejor. Un cha cha chá, por ejemplo, o una cumbia de pasitos cortos y frentes sudadas.

Cuando terminé de explicarte mi extraña sensación me di cuenta que sólo quedaba tu sombrero. Te lo habías olvidado. Quizás lo dejó a propósito, pensé. Y quise también pensar que era tu carta de despedida, que me lo habías dejado para que lo usara el resto de mis días. Pero antes de elaborar el origen de mi ilusión, tu mano volvió por él. Sólo tu mano, el resto de tu cuerpo se quedó esperando a lo lejos, para no sentir la alergia que le producía mi piel.

Y tomé la decisión de alejarme yo también, de tomar el camino opuesto, aunque no fuese mi camino, para dejar de ver tu cuerpo a la distancia, para que los sonidos fuesen directo a mis oídos, sin rebotes, sin ecos. 
Primero se alejó mi cabeza, la madama de la decisión. La siguió el tórax, propietario de mis latidos, y los pies, para no arrepentirme de la apuesta ya jugada. Finalmente el resto, regidos por un orden de importancia que se basó en mi dependencia a tu cuerpo.
 

Y así nos quedamos, vos con mis viejos secretos, yo con mis extrañas sensaciones, transitando un camino ajeno que pensaba hacer mío, buscando nuevas palabras para callar y un nuevo cuerpo a quién contárselas. 

lunes, 27 de agosto de 2012

Le Shoebox



Hace un tiempo, ya casi un mes, que vivo en Le ShoeBox (para los que no la conocen, mi pequeño pero adorable monoambiente). Vivir en pocos metros cuadrados tiene sus desventajas, pero también sus beneficios. En la no tan larga lista de contras se destaca el orden: si dejas una remera tirada, parece que acumulaste la ropa de una semana y las paredes te empiezan a acorralar. Una pelusa se asemeja a esas bolas que dan vueltas por el desierto. Tener una mesa sin sillas está bárbaro, porque ocupa poco lugar, pero su utilidad pasa a ser nula. Sin embargo, esas cuatro paredes, por más encima que se te vengan, son tuyas. Encantadoramente tuyas. 

Debo admitir que me volví más pulcra desde que tengo menos baldosas. Me involucro con cada azulejo, los platos están siempre limpios y las manchas en los vidrios se están volviendo una nueva adicción. Levantarse y mirar por esa ventana, saludar al sol, respirar profundo y desperezarse con una sonrisa. Por más que dure lo que tardo en atravesar la puerta, vale la pena.

En la cocina entramos yo y yo, pero desde su ventana veo los árboles más altos de la plaza, la misma que me vio crecer.

Tengo un cactus, una máquina de escribir, una cama y una heladera que, por ahora, no enfría. Tengo cuatro paredes, o más, pero que no dejan de ser cuatro. Tengo una silla que no combina, que incomoda, pero que espero que sean más.  Y que lleguen con un espejo y un sillón violeta. O quizás fucsia. Y con una cafetera de medio litro. O quizás mejor de litro entero.
Mi biblioteca es la de siempre, ordenada de la misma forma, pero diferente. Cambió el capricho: ahora los autores se mezclan más, salvo ellos, los imprescindibles. Ahora, por lógica arquitectónica, los imprescindibles están a la derecha, entre la mesita de luz y la cama. 
No tengo cortinas, o casi. Tengo cortinas que dejan entrar a la luz con una visibilidad que impacta. Bienvenida luz, qué haremos cuando llegue el verano…
Y finalmente tengo está esta experiencia nueva, singular pero no solitaria. Ahora vivo sola, o mejor dicho, conmigo misma. Vivimos nosotras, las de siempre, las que tienen tres sueños que por las dudas se callan, aunque eso nunca impidió que no se cumplieran. Las cuatro, con su bipolaridad a cuestas y su extraña, a veces incómoda, locura. Bienvenido sea.