miércoles, 23 de noviembre de 2011

Consejos de él, para una soltera como yo


Me quedo con la frase de un amigo: "se llama empezar a vivir".
Entre su ironía y mi cara de “no estoy para esos trotes” hay un viaje largo en el 160 y una historia de caminos.

Mi hipótesis central es que asociar un colectivo a una persona es perder un recorrido para siempre. Para él, esa asociación libre es cagarte un viaje con música deprimente y pensamientos que se terminan apenas pisa el cordón de la vereda.

Los bombones rellenos nunca son buenos, si no son de menta tienen licor rancio o algún relleno viscoso de origen desconocido. La misma sensación que me da retornar al sinuoso camino de las citas (sin saber cuando decidí alejarme de esas rutas con derrumbes programados) o como dice él, mi amigo (al cual vamos a mantener bajo el anonimato de ese pronombre), “volver al ruedo”.

Cada vez que huelo la lluvia próxima de verano pienso en el pobre desgraciado que será blanco de mi próximo enamoramiento. El olor de esas gotas despierta mis instintos más clichés y me nubla de romanticismo hasta el próximo invierno, o hasta que el verano le ponga fin a un sentimiento que en algún momento creo indeterminado.

Entre octubre y noviembre encuentro al amor de mi vida para luego abandonarlo (o ser abandonada, lo cual sensibiliza mi lado de drama queen) en febrero, cuando a la magia de los treinta grados le queda poco más de un mes.
“Esa soy yo, la que siempre comete el mismo error de creer que los amores de verano pueden llegar a durar más allá del 21 de marzo”, le digo a él, que ahora me mira con cara de “cuanto falta para tu parada o para que se termine este lamento”.

Y largo mi segunda hipótesis, esta vez cargándola de ironía para que el semáforo dure menos: “No se si es miedo a que baje la temperatura y los hombres decidan ponerse polera o al compromiso”.

Durante un silencioso autodebate, mientras mi amigo responde su teléfono de ringtone rockero, una pareja hace lucha de dedos en la vereda más cercana y acapara mi volátil atención. La historia es así: caminan agarrados de la mano. Instintivamente ella se la aprieta demasiado, por nervios supongo, él (que no es mi él sino el de ella…) intenta estirar los músculos sin que ella lo note. Ella, cada tanto, se la suelta, avergonzada. Él, con ternura, se la vuelve a tomar. Los dedos se estrangulan unos a otros, pero felices, son dedos que mueren entreverados, pero felices.

Mi amigo corta su misteriosa llamada y le digo: “ves, eso quiero yo”, como cuando pasaba por la vidriera de la juguetería que en su nombre tenía la palabra “mundo” y veía la nave espacial playmóvil que completaría mi vida con la misma intensidad que ahora lo haría un hombre. Su respuesta son dos ojos perdidos en las cuencas superiores de su cara.

“Esto lo vas a escribir ¿No?”, se sabe víctima de mi columna, pero hay una autorización oculta en esa frase y en la siguiente: “ya que le hablas a las minas solteras, poné que no sean tan histéricas”. Mi respuesta es un reproche verborrágico, un “no entendés nada”, un caes en la misma que todos lo hombres y en un suspiro que lo saca aún más.

Como todo viaje, se termina. Este colectivo, el 160 tiene una persona asociada, y mi amigo lo sabe. Después de pasar por el boliche donde nos dijimos el primer hola, el bar donde conocimos el adiós (que según mi memoria subjetiva fue mutua) y las cuadras que recorrimos de la mano, pero sin estrangular nuestros dedos, mala señal. No hace falta sacar el google map para explicarle a mi amigo el recorrido de esa frustración, la conoce más que yo.

Pero con miedo a deprimirme en plena cuenta regresiva hacia el verano, con la apertura mental para volver al sinuoso camino de las citas y las ganas de que todo sea más sencillo, me vuelvo a quedar con una frase, mejor dicho una palabra, que me dijo antes de bajarme, dos paradas antes que él: “relájate”.

sábado, 8 de octubre de 2011

Todos

A cinco años...


Solo una vez escribí sobre esto para alguien más. Puedo hablar del tema, la gente a veces se asusta por la facilidad con la cual cuento los hechos. Pero la palabra escrita para mi tiene otra importancia. Es difícil, me cuesta, le da un valor que no puede ser borrado y menos aún si está escrito en un diario. Suelo usar este espacio para reírme del amor, dramatizarlo, actuarlo, mentirlo y hasta sentirlo. Suelo darle vuelta a las palabras, jugar con ellas para que digan lo contrario de lo que suelen decir. Pero esta vez, esta vez quiero ser sencilla y directa, para que se entienda, pero sobre todo, se sienta.

Hace cinco años, el 8 de octubre de 2006, volvía de la escuela que apadrino, en el Paraisal, Quitilipi, Chaco, cuando un camionero ebrio choco el micro en el que viajaba. Nueve compañeros y una profesora fallecieron. Y la vida de muchos otros se modificó, irremediablemente.

Recuerdo cada detalle de ese día. El antes y el después. El ir enterándome de a poco de lo que había sucedido y pensar que eso no podía estar pasándome a mí. Hay cosas que uno jamás va a poder olvidar y aprende a vivir con ellas, pero cuando la realidad se convierte en una hecho constante, duele aún más.
Como periodista me toca ver y editar noticias sobre accidentes todos los días. Como persona, me toca revivirlos en los medios, todos los días. Y cada vez se me encoge un poquito más el alma. Se vuelve a estirar, con el tiempo se vuelve a acomodar en su lugar, pero eso no significa que no duela.

 No es accidente lo que se puede evitar. Eso es lo que aprendí a la fuerza hace cinco años. No es accidente si realmente se puede evitar, pero sobre todo si se quiere, si esta la voluntad. Porque ese conductor decidió manejar en ese estado, pero si los bares al costado de la ruta no vendieran alcohol, no se hubiese podido emborrachar. Si existieran más controles en las rutas, mejores rutas, si los peajes reportaran cuando ven algo extraño, al igual que otros conductores, si todos decidiéramos no hacer la vista gorda, es camionero ebrio no hubiese llegado al punto de conducir casi en coma alcohólico, por la ruta 11. Y doce personas, en total, no hubiesen perdido la vida. 

1.2 millones de seres humanos mueren anualmente en el mundo por accidentes de tránsito. Durante 2010, 7.659 argentinos perdieron la vida en las calles y rutas del país, 21 cada día, 638 cada mes. Lideramos el ranking mundial y esta vez, ser los primeros, no es un orgullo nacional.

Tantas veces me pelee con amigos que luego del accidente siguieron manejando ebrios, como si ellos fueran inmunes. "Yo puedo manejar, voy más lento, pero puedo". "Tengo buenos reflejos". “No tomé tanto, he manejado estando peor”. Son todas excusas baratas, pretextos que pueden quitarle la vida no solo a uno, sino muchos, miles.

Hace poco, luego de un pequeño choque que tuve yendo al trabajo, alguien me dijo: "vos tenes algo con los accidentes". En ninguno de los dos iba manejando yo. Aun así, no tengo algo con los choques ni los choques tienen algo conmigo. Porque no pasa una sola vez, no pasa dos,  pasa miles de veces por día.

No sé cuanto efecto tendrán estas palabras, pero por lo menos a mi me sirve escribirlo. No es muy difícil de entender, si manejas no tomes. Si vez que el conductor a cargo tomó, no te subas, sacale las llaves, no lo dejes manejar.

Que una de las mayores epidemias del mundo se podría evitar tan solo tomando conciencia, pero que aún así no lo logramos, es una de las mayores estupideces que escuché en mi vida.

Miles de vidas se modifican irremediablemente por día y no hablo solo de las que se pierden, sino las de sus familias, amigos, las que lograron sobrevivir pero que van a llevar una marca siempre, cada vez  que la calle se los recuerde.

Divididos, en su disco Amapola del 66, en homenaje a los que perdieron la vida ese 8 de octubre interpretan una canción que en su estribillo dice: Todos fuimos, todos somos, todos podemos ser. Y más allá de la verdad que encierran estas palabras, y más allá de que no te interese pensar en nadie más que en vos, desde tu egoísmo aunque sea… no mates, respetá, por favor, a los que optamos por seguir viviendo. 


(Columna publicada el 9 de octubre en el Diario La Unión)

domingo, 21 de agosto de 2011

Chamuyo en Red


Es cuestión de actitud. Ya lo decía Fito. El chamuyo a través de redes sociales queda más en la actitud cibernética del posible candidato que en las ganas de que se haga realidad. El tema ahí son los ex, los muertos en el placard y esos que siempre te parecieron lindos pero que ni por casualidad te animás al “¿Perdón, nos conocemos?"

No soy de las que creen que el futuro amoroso se puede encontrar online, conozco casos, pero creo que son como esas enfermedades raras, que se cuentan por millón. Pero tampoco lo creo un mal innecesario, se puede, cada tanto, darle bola al chat de ese desconocido que sí te dice “¿Perdón, nos conocemos?”. Mal no le hace a nadie, y como mucho, el inhumano pero efectivo “eliminar” siempre está a dos clicks de distancia.

La cuestión es cuando el amigo de tu amigo que conociste durante unos breves quince minutos, en una fiesta olvidable pero presente en tu memora gracias a él, te agrega a Facebook. Lo normal es que te dedique un “¿Te acordás de mi?”, pero suele ser más común que quede todo ahí o que se dedique a mirar tus álbumes de fotos a que te hable. He ahí la cuestión, ¿Para qué agregar a alguien si no le vas a hablar? Cuando el chamuyo no llega a ser ni monosílabo, es cuando más odio me genera.

La otra cuestión es cuando cambiás tu estado civil. Siempre fui de las que deja ese casillero vacío, pero un día se me dio por asumir públicamente mi soltería y fue menos productivo que chupar ostias. Lluvia de comentarios. Que si antes no estabas soltera, que si acabás de cortar y con quién, porqué una chica como vos esta sola (¿una chica como qué? ¿Con esta cantidad enorme de problemas psicológicos? ¿Con cuatro piernas como reina de circo? Ahh no, solo era chamuyo…). La verdad es que hubiese sido menos efectivo y más productivo gritarlo por la ventana y que me contesten tan solo un par de locos.

Pero sin perder el hilo de esta conversación (mental y pública), aceptemos que, cada tanto, esos mensajitos perdidos de extraños nos hacen bien al ego y al autoestima (claro que son cosas diferentes). Por eso, quedarse hasta las tres de la mañana conociendo a un posible compañero de departamento, cuando tenes bien en claro que te vas a mudar sola, no siempre está tan mal. Te acompaña en el insomnio, te saca una sonrisa cuando al otro día te levantás y recordás la conversación y es, quizás, un posible futuro candidato. ¡Ojo! amigos de amigos eh. Nada de desconocidos que pueden tener un cuchillo escondido detrás de la camisa en la primera cita.

Por eso, a pesar de que la hiperconectividad tiene sus contras y que, aunque no le quieras dar tu teléfono a algún androide insoportable se las va a arreglar para encontrarte online, seamos realistas: en épocas de príncipes flacos y donde el azul se convirtió en marrón, quizás, solo quizás, el caballero que esperás llegue a través del cable Modem.

sábado, 20 de agosto de 2011

Caminando libros



Suelo tener la tendencia suicida caminar y leer a la vez. Si, y también puedo masticar chicle. Conozco los caminos a mi casa con menos gente, para tropezarme lo menos posible, y los departamentos que se iluminan solos de noche, para aprovechar la luz. Más de una vez estuve al borde de la muerte y me salvó un bocinazo. Me he quedado parada por tiempos indefinibles en las esquinas esperando que el semáforo cambie, cuando ya lo había hecho varios pares de veces. También he pisado varios “regalos”, que de suerte no tienen nada, por andar mirando en la dirección correcta, pero sumergida entre las hojas.

Espero a mis citas con un libro en la mano y si es necesario, un lápiz o resaltador. Apoyada en alguna pared, o esperando que me abran la puerta. Espero así porque son esos mundos, los que se dibujan entre las letras, los que me sacan el nerviosismo del primer encuentro que suele durarme, por lo menos, hasta la decimonovena cita. Pero cuando el susodicho arriba, lo guardo rápido, para que no se note el nerviosimo trasmitido a mis manos. 

Cuando la lectura lo permite, camino a su ritmo. Pasitos cortos o largos, dependiendo de la gramática. Saltitos espásticos o ritmo simétrico, según el personaje. Creo que fue Romeo y Julieta quien me cobró un bastante doloroso esguince, porque convengamos que creerse Julieta en medio de una avenida no tiene nada de seguro.

Es que hay libros, personajes, que permiten un caminar distinto, que permiten ser caminados. El balance de ritmo y miradas furtivas hacia adelante depende proporcionalmente del volumen del tono, pero no de la cantidad de páginas sino del peso de cada historia. He visto varios lectores sueltos en la ciudad. He visto como las baldosas sueltas se ensañan con ellos y como los demás se molestan por la pérdida de equilibrio cuando sueltan el caño del colectivo. Hasta me he topado con lectores sueltos que llevan el mismo ejemplar que yo, coincidencia que se merece una sonrisa y un mostrar de página, para saber por dónde anda cada uno. 

Por eso, sin ánimo de contagiar, tan solo siendo una modesta invitación, un aliento hacia una experiencia nueva, proclamo a la lectura caminante como la fusión de dos aventuras, la de caminar por esta ciudad y la de andar por esa otra, la que se lleva entre mano y mano, con ritmos disímiles y con tropiezos bien merecidos, la que cambia según el encuadernado. Y con esa bipolaridad de mundos, llevarse por delante a más de uno, que quizás no esté leyendo el mismo libro, pero él o ella ya lo haya hecho y, juntos, poder terminar esa nueva historia.

miércoles, 27 de julio de 2011

Cada cinco minutos



Me desperté tarde. Nunca supe poner la alarma, cada noche te pasaba mi celular y te decía la hora exacta, siempre impar, en la que tenía que levantarme.

No llegué ni a bañarme. Con el pelo engrasado, unos dientes mal cepillados y manchas de desodorante en la camisa negra, me subí al primer taxi que encontré. Con vos nunca me tomaba otra cosa que colectivos. No hace falta, decías. Las cuadras que había que caminar era lo que nos terminaba de poner de buen humor, los dos con los ojos todavía semi cerrados, pero de la mano, siempre de la mano.

Al llegar al punto Q, como lo llamabas, me colgaba de tu cuello ejerciendo el peso necesario para que te inclinaras hacia mi, y te besaba rápido, esperando que vos lo alargaras, lo eternizaras, hasta el momento del reencuentro, cuando los dos nos acurrucábamos en tu sillón preferido.

Ahora estoy llegando tarde, quizás es mejor que no vaya. Yo diría que es mejor que no vaya. Llegar tarde a una entrevista de trabajo es como pedir que te echen antes de entrar. Y todo es tu culpa, o la mía, o la de ambos. Ya no importa. Otra entrevista más perdida y el departamento que ya no se paga de a dos. Y vos y tu valija, y tus cajas, y mi planta, que se fueron hace 27 días.

Mañana voy a aprender a poner la alarma. El problema es que vos eras mi alarma. Yo la apagaba cada cinco minutos, cada nuevo aviso. Pero eras vos el que la ponía media hora antes, porque sabías que 30 minutos después me ibas a despertar, con un millón de besos y las palabras justas para recordarme que llegaba tarde. Yo sabía de tu truco, pero nunca te decia nada, y esperaba esa media hora haciéndome la dormida, ansiosa por tu millón de besos.

Si digo porque te fuiste, perdería su mágico dramatismo. Dejémoslo en que vaciaste tu parte del placard y, sin mirar por la ventana como hacías cada vez que partías, te largaste. Por eso supe que no ibas a volver. Porque algo te dijo, y me dijo, que era mejor que no volvieras.

Y en la cotidianeidad nos extrañamos. Los primeros tres días dormí con tu almohada entre mis piernas. Y supongo que con algo supliste mis abrazos. Al cuarto cambié las sábanas, tu olor ya no hacía efecto, solo me desvelaba. Al quinto saqué tus libros, los metí en una caja esperando que volvieses por ellos, en algún momento en el que yo no estuviese. Al onceavo saqué tus dvds, tus favoritos de la computadora que compartíamos y te guardé los archivos en un dvd. A las tres semanas ya no quedaban rastros tuyos y supe que no ibas a volver, tiré todas tus cosas.

Pasado voy a aprender a poner la alarma. Va a ser día impar, va a ser un mejor día para dejarte ir. Porque te voy a dejar ir, si, cada cinco minutos un poquito más, hasta que la media hora se haya completado y sin tus besos, me despierte para empezar de nuevo.

domingo, 17 de julio de 2011

Pozo Ciego



No es que te necesite, pero estoy sintiendo un vacío en mi pozo ciego. Es como un hoyito en un saco de arena. Una permeabilidad en la cañería de mi baño. Algo se está filtrando y no sé dónde está esa gotera que me arruina los pensamientos. Creo que es mi culpa. Nunca supe leer tus actitudes. Siempre me guié por las dos o tres palabras que decías en cada oración, pero no quise notar que las decías de espaldas, mirando hacia abajo, por donde pasaba el hilito de líquido que salía de mi cabeza e inundaba tus alcantarillas.
Es que tengo esa horrible obsesión con las palabras. Podías dejarme esperando por horas en una esquina, o ni siquiera aparecer, pero yo prefería leer una y otra vez el “llego tarde”, borroneado por la poca batería de mi celular y consolándome, por lo menos me habías mandado un mensaje.
Siempre pensé que me dejabas ganar en el pool, y que luego actuabas como mal perdedor para que yo me sintiera bien y me acercase a tu oreja para susurrarte que los perdedores también tienen recompensa. Fue hasta hace poco que entendí que ni siquiera te importaba que los viejos del fondo me mirasen el culo. Solo necesitabas tu cerveza de cinco grados que le mangueabas al chino con la excusa de no tener cambio.
No pensaba que tus silencios y la forma en que tus cejas se contorneaban al escucharme hablar tuviesen tanto sentido. Tanta amargura impertinente. Tanto vacío de atención.
Tendría que haberme fijado más en tus actitudes. En esas ganas locas por dejarme en mi casa lo más temprano posible, de planchar el lado de tu cama que supuestamente “me” pertenecía, cada vez que iba al baño. Tendría que haberme dado cuenta que no era bienvenida. Que te molestaba mi sombra sobre el televisor en el partido del domingo.
En verdad, me di cuenta. No puedo negarlo. Me di cuenta y en la balanza pesaron más tus palabras murmuradas que tu indiferencia silenciada. Pero solo hasta hoy. Hoy, mientras lo pienso, cierro el hoyito de mi cerebro. Ya no gotea más ese líquido espeso que cae cada vez que pienso que te extraño. Porque lo pienso pero nunca lo hago. De a poquito el circulito se va cerrando, dejando de existir y yo me olvido del pool, de las esquinas en las que esperaba y de vos. Por fin me atrevo a confesarte que no es que no te necesite, sino que mi pozo ciego está empezando a esperar otro amor.

lunes, 20 de junio de 2011

Prontos, listos, ya

Un juego de palabras en twitter llevó a una búsqueda inocente en google. Y de ahí a saber que esa frase infantil era un libro. “Prontos, listos, ya” de Inés Bortagaray. Enseguida, el capricho literario quiso tenerlo, mail madiante a mi prima, iba a ser un envío desde las tierras orientales.
Pero esta mañana el razonamiento irracional de una mente con problemas, me despertó temprano. Salí rumbo a Libertad, en busca de los complementos necesarios para preparar a Renata para su próximo viaje. Y la calle corrientes me recibió con la Hernández abierta. Fue sencillo, bastó preguntar y el libro que parecía inexistente en las librerías porteñas apareció como arte de magia. Al principio, mezcla de desilusión y dedos demasiados largos en búsqueda de un tomo cuantificado que me acompañara en los bares madrileños, la mueca de “es demasiado pequeño” apareció en mi cara. Agregándole que la letra era por lo menos un +16, me di cuenta que no me acompañaría más que un par de horas en algún café barrial. Y ahí partí, con una bolsa demasiado grande para tan pocas páginas.
El libro no me desilusionó. Una mezcla extraña de estar leyendo mi infancia y saber que el final agridulce de un comienzo se acercaba. Fueron las palabras, las sensaciones exactas que me hicieron leer lo vivido. Y después todo volvió. Como siempre, la vida real vuelve cuando la última página se termina. Y esa angustia de último sueño, de final despierto, de semiinconsciencia interrumpida. 
Los libros son como mi sonambulismo, cuando los disfruto, cuando los siento, me despierto con la impresión de haber creado un mundo paralelo donde digo lo que pienso y hasta yo desconozco. 


  
 

domingo, 19 de junio de 2011

No soy tu flor



"Sos como una flor, mi flor”, me dijiste mientras revolvías tu café frío. Por lo menos no una natural, pensé. Tal vez una de plástico o una marchita. Pero las tetas no me las hice y arrugas no tengo, así que mejor no soy una flor. Soy una persona. Si, eso creo ser, una persona. Por lo menos cuando me pincho me duele.

El otro día leí en una Cosmo vieja de consultorio que la sensibilidad de la piel se corresponde con la del alma. No, prefiero no creerlo, sino mi alma estaría llena de cicatrices y moretones de cajones amorosos puestos en lugares incorrectos y puertas cerradas en dedos de sentimientos. Me niego rotundamente a que mi sensibilidad sea tan superficial como mi piel. 

De fondo sigo escuchando el chamuyo del típico "cuantas minas que tengo" y completo mentalmente tus oraciones de libretita de bolsillo. Ese "te quiero a vos, bichito de luz" ya no va. Bichito de quien, si soy un bicho en todo caso seré un bicho mío, de propiedad física e intelectual, y no sé si elegiría exactamente una luciérnaga, viven poco, las suelen atrapar en frasquitos de mermeladas y su muerte más común suele ser la asfixia. Ese "Yo te quiero a vos" que me repetís con una sonrisa de oreja a oreja mientras seguís mirando tu café ahora vacío, es tan falso como tus planteos filosóficos sobre la vida. Hiciste fondo blanco con lo que te quedaba en la taza. Hubiese querido leerte la borra del café pasa saber de una vez por todas que va a pasar.

A ese “te quiero” ya lo escuché miles de veces y creo que solo una de diez fue verdad. Por qué no mejor haces una lista de las cosas que odias de mí y me las gritas mientras nos tomamos un helado. Por lo menos así nos vamos a divertir los dos. Y sí, estoy segura de no ser una flor. Te lo prometo. Creo haberlo comprobado. Tal vez en otra vida.

Tus regalos son siempre incorrectos. Que los bombones tengan relleno de licor me da asco, y si vienen en caja con forma de corazón, peor. Prefiero que me regales la entrada para ir a ver a Silvio Rodríguez que bastante cara está, aun pagándola en cuotas.

Abrís el paquete de Mogul por el lado de los verdes. Te pasaste media hora frente al estante del kiosco tratando de elegir el que tenía menos naranjitas, mientras yo te esperaba paciente. Te metes uno a la boca y con la lengua le sacas primero el azúcar para luego morderlo. No los comes todos, guardas algunos para después de la cena y ni siquiera me ofreces el que menos te gusta.

Tal vez me hubiese convenido ser, no como una flor, pero algo parecido. Un grano de polen en la nariz de un alérgico o un pétalo disecado entre las hojas de un libro, algo que te moleste lo suficiente como para que te dignes a levantar tu mirada y dirigírmela, por lo menos por un segundo. Pero ya está, soy esto. Ahora a vivirlo. No como una flor, pero por lo menos como lo que soy, una persona que en algún momento debe tomar sus propias decisiones, no leyendo tu borra del café, ni esperando a que levantes la mirada, sino eligiendo su propio camino.

(Publicado en el Diario La Unión el 19 de junio de 2011)

domingo, 12 de junio de 2011

Quereme redondita

Me compré un jogging. Salió caro, pero espero que mi coditis aguda funcione de incentivo para empezar el gimnasio. No hay momento del año para “comenzar a cuidarse”, pero siempre me pasa lo mismo: me acuerdo a esta altura, en septiembre llego al “peso ideal” y un mes después empieza la temporada de helado. Y todo de vuelta. El bikini no encaja, el talle aumenta y el esfuerzo se vio ocultado bajo la polera de lana que no nunca dice nada.

La culpable de todo, además de mi misma, son las calzas. Si, las calzas y su elástico de pantalones para embarazada. Y cuando llega el momento de ponerse el jean, el botón no llega al ojal o, luego de tirarte y retorcerte cual pescado fuera del agua, el resultado son dos redonditos flota flota que acompañan la cintura con un glamour que hay que saber llevar.

Viandita light, omisión de galletitas en el trabajo, mirar para otro lado en las tortas de cumpleaños, los dos permitidos para el fin de semana y unas ganas tremendas de nadar en una pileta de panqueques de dulce de leche con bochitas de crema americana.

Pero no nos vamos a volver locas. Los rollitos a veces pueden ser amigables y sirven para apoyar las manos cuando una está cansada.

“Las gordas” de Botero es una prueba artística de lo sexy que pueden ser esos gramos de más. Como siempre, “es solo cuestión de actitud”. Por que no hay nada mejor que tener una buena cadera y un gran culo para mover. Saber llevar las curvas es un arte que se aprende con el paso del tiempo, y con las caídas del tiempo.

Y al final, me tomo dos termos de mate para evitar las galletitas de la redacción y a los flotadores se le suma una hinchazón digna de panza de cervecero. Y la promesa de salir a caminar tres veces por semana, hasta que el cierre logre llegar a su lugar, queda hundida bajo la frazada de la siesta.

La última vez que quise empezar el gimnasio, hace un mes, se cortó la luz en todo el barrio. Si esa no fue una señal de apoyo a mis queridos rollitos, que quieren seguir estando en su lugar, no sé que fue. En ese momento decidí creer en el destino.

Pero la verdadera cuestión es “quererse” redondita. Y acá le damos un pisotón al título. Porque nadie te va a aceptar si no te aceptás vos primero. Recordemos que los beneficios que su cadera le dio a Shakira. O el tan famoso (y es cierto, me lo han dicho) “me gusta tener de donde agarrar”. Amigarse con los rollitos es como llegar a la paz mundial: no importa que otros problemas surjan (y acá una voz en off grita “¡Piel de naranja!” forma coqueta de llamar a la celulitis) una vez que entendemos que llegaron para quedarse, la amistad es irreprochable. Bienvenidos, y ojala, el próximo verano cuando me toque estrenar la pileta sigan ahí, y me ayuden a flotar, en una y elegante planchita.

(Publicado en el Diario La Unión el 12 de junio de 2011)

lunes, 6 de junio de 2011

Cómo contratar un novio


Los domingos, después de leer el diario y antes de sumergirme en el maravilloso mundo de Cuevana.tv, suelo leer las notas “info tontas” de los portales web. Y fue exactamente hace una semana que, sin querer queriendo, leí “Cómo casarse con el hombre de tus sueños”. La nota no era más que un resumen refrito de un libro de autoayuda. Es así que mientras me comía media docena de churros sin culpa decidí analizar punto por punto.

1. Cada mujer debe pensar en qué atributos “realistas” quiere encontrar en un hombre.
Dale, vamos a cada cita con la listita hecha. Músculos si, pero no tanto. Inteligente y que le guste el fútbol pero en dosis pequeñas. Que sea sensible pero no metrosexual. Que se banque a mis amigas, que rompa con los estereotipos, y así podría seguir por horas… Seamos realistas pero en serio, hay que ceder: las pancitas de cerveza cuando se las mira con amor son tiernas y esta bueno que se tome un fin de semana entero para ir a la cancha. Cuando se le pone un poco de voluntad, la lista se va armando a medida que la relación se va formando.

2. No abalanzarse y hacerse ilusiones sólo porque nos parezca atractivo. Dice que el hombre ideal existe, pero es uno entre cien.
Es verdad que el hombre ideal es uno entre cien (yo diría entre miles) y es verdad que abalanzarse, y sobre todo hacerse ilusiones, no nos sirve para nada, pero soy de las que les gusta el riesgo. Y aunque mi suelo dármela contra la pared aún cuando hay cientos de señales al costado del camino, prefiero estamparme la ñata contra el ladrillo.

3La mujer debe estar siempre preparada para abordar una conversación de manera memorable, no pidiendo la hora o hablando del clima.
Ok. No más “¿Tenes hora?” o “¿Me darías fuego?”. Descartemos el chamuyo barato que a nosotras tampoco nos gustan. Estoy a favor de “romper el hielo” (o mejor dicho derretirlo), pero seamos realistas (de nuevo) la mayoría de los hombres huyen despavoridos cuando los intentás levantar.

4. Lo más importante es que la mujer se dedique a escuchar sin interrumpir. Aquellas que hablan demasiado no interesan a los hombres.
Ah no. No señora y no señor. Yo hablo, hablo mucho y el que me quiere que me escuche. Obvio que también escucho, pero tiene que ser 50, 50. Hablás vos, pregunto yo. Hablo yo, preguntás vos. Así es la cosa.

5. La llave de su corazón es balancear los halagos con las críticas.
¿Llave del corazón? ¡Alguien sáquele a esta mujer las poemas que vienen en el chocolate! Quien alguna vez haya estado enamorada sabe que cuando el bichito te picó es difícil que él tenga algo malo. Pero con el tiempo, la pata sobre la mesa empieza a molestar y el eructo deja de ser un chiste. Es cuestión de aceptar y ser aceptada.

6. La perseverancia es la clave para encontrar al hombre ideal, sólo hay que saber enfocar la búsqueda.
¡Odio la perseverancia! Digamos no a la perseverancia y si a las salidas con amigas, quizás en medio de un boliche aparece tu sapo azul y le podes contar a tus nietos, “a tu abuelo lo conocí en un baile”.

(Publicado en el Diario La Unión el domingo 5 de junio de 2011)

lunes, 30 de mayo de 2011

Mis primeros amores (II)

57 libros. Cuatro personas. El baúl del auto se asemejaba más a una mudanza que a un viaje en familia. Cualquiera hubiese pensado que el objetivo era no hablarse durante todo el viaje. Cualquiera no hubiese entendido la adicción a la literatura que tiene mi familia.

Corría el primer mes del 2003. El destino era el sur. Cruzar la Pampa argentina para llegar a la Patagonia. Tres semanas y un auto con tanque de gas que amenazaba con pararse en cualquier carretera. 11, 13, 12, 11. Esa era la distribución de libros. Cada uno tenía los suyos. Sus gustos, sus ideas, pero cada uno había pispiado los libros de los otros, por si se queda sin material de carretera.

Desde Tolstoi hasta Ángeles Mastretta. La mezcla en ese baúl hubiese hecho vomitar a cualquier literato conservador. Rayuela, de Julio Cortázar, fue el primero en caer en mis manos. Recorriendo sus capítulos de forma tradicional, lo literalmente deboré durante los primeros días en Monte Hermoso. Mi miedo era que su gran volumen no me dejara seguir adelante con mi lista de libros. Si, los libros de mi caja tenían un orden particular: un libro “serio”, alguna novela más “liviana” para descansar, un clásico, alguna crónica periodística y así. Recuerdo como la violencia de La naranja mecánica, de Anthony Burgees, me golpeó con fuerza y me maravilló.

Y luego llegaron ellas, que me acompañan hasta el día de hoy, cuando alguna venita emocional está a punto de explotar y solo sus palabras me hacen entender que el sufrimiento, el amor y la obsesión, son eso, circunstancias pasajeras que uno hace durar según el largo del tiempo que le quiera dar a sus sufrimientos.
Llegaron Alfonsina Storni y Alejandra Pizarnik en medio de un viaje que poco tenían que ver con ellas. Pero lo oportuno del tiempo lo crea uno. Y aunque los gritos de las playas de Las Grutas se alejaban bastante del mar de Alfonsina y del mundo obsesivo de Alejandra, cada palabra resonaba en mi vacío interno.

Una vez un amigo hizo la cuenta de todos los libros que tendría que leer por semana para cumplir con la “lista universal de recomendados”. Algo así como siete, sin importar la cantidad de hojas. Recuerdo que esa frase me retumbaba, mientras pensaba que yo solo había llevado 13 para tres semanas. Pero luego, cayendo en la tranquilidad de la confianza, recordé que lo importante no era la cantidad sino lo que cada uno de ellos me da.

Y hoy, que con duras penas llego a leer tres por mes, y el estante de “libros no leídos” sigue en aumento (en poco tiempo van a estacionar en doble fila)… hoy, que el trabajo y la profesión me recuerdan que las siestas de los fines de semana a veces son tan importantes como las páginas por leer, pienso: que lo bueno de mis primeros amores, es que siguen en mi cuarto, cada uno en su lugar, recordándome que puedo volver a ellos, sin el rechazo lógico hacia una ex arrepentida, y siendo recibida con las hojas abiertas, sin importar cuándo, dónde y porqué, alguna vez tuvimos ese primer amor.


(Publicada en la contratapa del Diario La Unión el domingo 29 de mayo de 2010)

lunes, 23 de mayo de 2011

Mis primeros amores (I)


De chiquita, cuando mi mamá me anunciaba que íbamos al Parque Centenario a cambiar libros, me angustiaba. Por dentro me debatía entre la idea de tener nuevas páginas usadas por leer y el horror de no poder concretar mi sueño: de viejita juntaría todos los libros que alguna vez leídos e inauguraría una biblioteca pública. Si, lo sé, era una nena extraña.
Con el tiempo, y solo con el tiempo, aprendí que hay libros que es mejor no guardarlos. Aún me sigue costando cambiar libros, es más, creo que los únicos libros que vendí en los últimos 15 años son los manuales de matématica, física o química (los de historia y geografía los sigo teniendo). Es verdad, mi biblioteca no es impoluta, está lleno de clichés y alguna vez las novelas rosa poblaron sus estantes. Pero lo que intento decir( y no porque me haya quedado sin material amoroso, de eso tengo para rato) es que lo libros son una parte importante de mi historia, a partir de los cuales puedo recorrerla, como lo son los días para un año.
Enumerar todos los libros que dejaron alguna huella en mí sería imposible, pero he aquí un simple y totalmente subjetivo recordatorio de algunos libros que acompañaron los momentos D, de mi vida.
Sinfonía para Ana, de Gaby Meik. Jamás diría que es el mejor libro que leí, pero si el que más me marcó. Ana es una niña-mujer de tan solo 13 años. Ana empieza el secundario en 1974. Ana es una niña que conoce por primera vez el amor y una mujer que aprende lo que es la política. A Ana la leí por lo menos seis veces, y no exagero. Cada vez que siento que mis lagrimales están secos y mis angustias constipadas, leo a Ana. Así de triste es Ana.
Secretos de Familia, de Graciela Cabal. Secretos… fue mi primera gran novela. Fue la primera vez que un libro “gordito” cayó en mis manos, con la aclaración de que podía ser un libro “demasiado fuerte para una chica de mi edad”. A Secretos… lo recorrí nueve veces. Una por cada vez que quise, durante mi temprana adolescencia o tardía infancia, recordar que no era elúnico bicho raro de esta extraña tierra.
Los años con Laura Díaz, de Carlos Fuentes. A Laura la agarré demasiado joven, me aburrió y decidí abandonarla. Casi diez años después la redescubrí y me enamoré. Si, de ella. Del libro también. De su historia y sus amores perdidos. De su fuerza y de su amistad con Frida Khalo, que por más imaginaria que fuese, nunca deje de envidiar.
Y a tantos otros les debo todo. A Demian, de Hermann Hesse y a Lolita, de Vladimir Nabokov, de ser como soy. A Romeo y Julieta, de William Shakespeare, ser una empedernida enamorada de las tragedias. ADesayuno en Tiffany´s, de Truman Capote, el divismo mediocre pero siempre fielmente construido de una miope con aspiraciones de estrella.
Y ni la tinta, ni las páginas de este diario me alcanzaría para nombrarlos todos. Quizás, el próximo sábado, logre hacer justicia con algunos más de aquellos que con sus páginas, lograron que sea la soltera (dis)conforme

(Columna publicada el 22 de mayo en el Diario La Unión)

viernes, 13 de mayo de 2011

Hagamos terapia


Sesión de terapia. Tema nuevo. Conflicto nuevo. Psicóloga nueva. Una nueva relación de confianza por construir. Hay que ser realistas, empezar terapia de nuevo da mucha fiaca. Te devuelve a los conflictos de tu adolescencia, a las sombras ocultas entre tu infancia utópica y esas ganas inmensas de saber quien sos.

Es difícil, nadie lo niega, pero útil. La terapia no reemplaza a las charlas de amigas, a los consejos de las que te conocen, al comentario perfecto de tu amigo gay que tiene el plus de entenderlos y ser a la vez. Le da un plus, reconfirma teorías y hecha por la borda las estupideces que solo se te ocurren un viernes a la noche, borrachera de dos copas de vino mediante y unas ganas increíble de que tu cama no esté tan vacía. No resuelve el Edipo, pero te lo muestra. No resuelve las lagunas mentales, pero las achica. No te da la fórmula mágica de la felicidad, pero te enumera los motivos para no sentirte tan desdichada.

Hagamos terapia. Grupal. Que sea de a dos, que sea de a tres. No importa. Pensemos. Imaginemos que tenemos esas ganas locas de que todo no sea tan complicado. Acerquémonos a la verdad de la ruptura de cráneos. Juguemos a que todo no sea tan complicado. Pensemos en la sencillez de la locura. De la bondad de la locura. Volvamos a ver las cosas lindas y sencillas del estar locos.

Hagamos terapia. Cada uno desde el rincón de su cuarto. Flexiones de sonrisas. Probemos hasta que queden fijas. Dicen, solo dicen, que la alegría se encuentra riendo cada vez más. Jugando a ser postre de chocolates. Bañándose en mousse de dulce de leche.

Vayamos a terapia. Y si ese día también vamos a la peluquería mejor. Cambio de cabeza, estiramiento de rulos para desenredar las complicaciones y arriba el ánimo, que esto es una fiesta.

viernes, 15 de abril de 2011

...


Un movimiento continuo. Una dicción del pensamiento y esas ganas enormes de un interruptor que lo apague.

domingo, 3 de abril de 2011

Vestime que me gusta…


Para muchos, la ropa es solo el trapo que sirve para cubrir sus intimidades y no andar en pelotas. Y está bien, esa es su función original. Un taparrabos que cubriera las terlipes y las chuchis de aquellos y aquellas (como diría la Presidenta) que habían pecado (¿?) y recién comenzaban a sentir el calor del pudor.

Pero afrontemos la modernidad, la pos modernidad y el principio del fin del mundo. La ropa dejó de ser funcional en un solo sentido. La ropa es parte de nuestra cultura y por lo tanto también es ¡arte, arte! Y si, el arte tiene varias funciones, pero para no caer en el regocijo de los escritores de manuales de antropología, vamos a dedicarnos tan solo a uno: a la que se relaciona con la variante “humor”.

Volvamos a la ropa. La gente siempre tuvo problemas a la hora de encasillarme. Un día soy rollinga, al otro hippie, retro o alternativa. No me importa cual sea la pertenencia etérea o étnica de los trapos, lo importante es que refleje lo que me pasa. Para los días de madurez repentina, trajecito sastre y zapatos de tacón. Para los días de panza hinchada por birras de más, polleras hippies de telas expandibles. Violeta para la época pre menstrual y, si es posible, vestidos con bolsillos, para esconder los paquetes de galletitas dulces. El negro oculta los rollitos y lo dejamos para las noches en las que es posible encontrarnos con los zombis de placard. Y los rosas… los rosas mejor evitarlos, al igual que los marrones que me hacen parecer un chocolate marmolado.

La ropa usada o “de muertos” como la llama mi papá, es la que más satisfacción me trae. “Es que todo vuelve” y encontrar una campera de jean a 5 pesos cuando en el shopping cuesta $ 260 (como mínimo) me cuida el alma y el bolsillo. Para conseguir lo que uno quiere hay que tener paciencia. Saber que revolver cajones con carteles de “2 x $50” no es humillante y que cuando escuchás el “Ay, donde te lo compraste” puedas decir la marca o no marca con resolución. Porque seamos francos, todos tenemos algo de etiqueta laga en el placard. A veces, la representación textil de nuestro humor vale sus buenos pesos.

Pero escuchemos también el otro timbre: para muchos la indumentaria es la  superficialidad de maniquí encarnada en desfiles de palos flacos. De acuerdo, si es lo único en lo que pensás durante todo el día no me cabe la menor duda, como si te dedicaras solamente a rascarte la oreja o juntar pelusa en el ombligo. Pero he aquí la cuestión: la moda ni manipula ni te extrae de la vida. Tan solo te acompaña. Con sus telas, sus colores, su locura y sus precios.

“Mucha ropa”, “te olvidaste la parte de abajo” o “¿hace falta que te vistas así?” son frases que escucho con frecuencia. Mi ropaje siempre despierta un pro o un contra. Y eso es parte del encanto. Como leonina (si, leo en casa de leo, para los creyentes) tengo un poco de eso que suelen definir como “llamar la atención”, no lo niego. Y la ropa me ayuda, es el disfraz perfecto para la fiesta de elegante sport.

Por eso, cuando te encuentres ensimismada, viendo tu reflejo en la ropa de alguna vidriera (aún siendo fin de mes, con bolsillos flacos y tarjetas de crédito al límite) no te preocupes, no te cuestiones, no es solo una cuestión de actitud, sino también de humor.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Están todos cordialmente invitados a la boda real



Los gritos se escuchan desde el Buckingham palace hasta la abadía de Westminster. Por un momento, el tema del exagerado presupuesto que rodea al evento deja de ser la cuestión principal. Las banderitas se agitan y las remeras que recuerdan el gran día son lucidas con orgullo, a pesar del frío y la fina llovizna que empieza a caer.

Pero no, ni revivió Freddie Mercury ni por un acto divino Los Beatles vuelven a transitar por las calles de Londres. El día D es otro: están todos cordialmente invitados a la boda real.

Los ingleses dejaron de lado su paso ajustado por Oxford Street y olvidaron la crisis económica por un rato. Kate y William. William y Kate son el tema del día (y de la semana, y del mes…). Su historia de amor podría encajar en la de “el príncipe y la plebeya”. Ambos se conocieron en la facultad en 2001, y hasta compartieron un departamento con otros amigos durante aquellos tiempos. Entre apuntes y parciales, surgió el amor. Luego de nueve años de noviazgo (se tomaron su tiempo), él se le declaró en Kenia, y los preparativos empezaron.
Se dice que la música de la boda la eligieron juntos, escuchando cada uno por un auricular de su reproductor de mp4. Nada de reaggeton o baile carioca, música clásica e instrumental para ellos y hasta algunas de las melodías interpretadas en la boda de Carlos y Diana, allá por los 80. El tema de la boda fue lo británico, acentuando lo tradicional y las formas reales, pero las celebrities locales también estuvieron presentes. Entre ellos, Victoria y David Beckham y Elton John. Y también están aquellos que se autoinvitaron.

The teenage village (el campamento de las adolescentes) captó la atención de la prensa local, que las calificó como locas, pero simpáticas. La centena de carpas que se montó días antes de la ceremonia en las cercanías de la abadía se mezcló con los turistas que aprovechaban para visitar la zona antes que se cerrara su acceso al público.

Las jóvenes que no consiguieron permiso de sus padres para acampar optaron por pijamas parties y desayunos grupales. Para los mayores de 18, los pubs de moda fueron el lugar elegido, aún durante el desayuno.

Quienes optaron por levantarse muy temprano y desafiar al frío y la lluvia que amenazó durante toda la mañana, se acercaron hasta el Hyde Park, uno de los parques donde se ubicaron pantallas gigantes para que aquellos que no recibieron la invitación oficial. Tortas con leyendas como “William loves Kate”, coronas de plástico, cestas de mimbre y manteles a cuadrillé (sí, como un verdadero día de campo inglés) y unas cuantas cervezas tempraneras, cubrieron el pasto húmedo.

La fiesta continuó durante todo el día (y la noche). Feriado nacional para todos los ingleses, las familias aprovecharon para pasear y los adolescentes comenzaron el fin de semana antes. Por suerte, Leandro Penna (el ex bañero de Marley) y su novia británica Jordan (algo así como la Karina Jelinek de Inglaterra) dejaron de ser tapa de los diarios por unos días (¡gracias a la realeza!).
Kate, que entró siendo Kate Middleton y salió siendo una princesa (que no se diga que los títulos nobles arrinconan la individualidad), fue bien recibida por la gente. Y a pesar de todo, de las campanas ensordecedoras y las normas reales que acartonaron un casamiento que no podía tener nada fuera de lugar, la mirada entre ellos (la pequeña sonrisa que se les coló durante la pesada ceremonia) y su primer beso como príncipe y princesa demostró que, detrás de toda etiqueta, el amor realmente existe.

(Publicado en el Diario La Unión el 30 de abril de 2011)

sábado, 26 de marzo de 2011

Un grande Chico


De chiquita me encantaba encerrarme en el baño. Con miedo a que la traba fallara y mis padres lograran abrir la puerta, depositaba mi pila de libros colección Robin Hood justo en el vértice. ¿El motivo? Abusar de los maquillajes de mi madre y de la tijera para cortar pollo que se convertía en la herramienta más fina de mi doble personalidad de coiffeur.

Los maquillajes estaban prohibidos, no solo por el precio sino porque solían ser un regalo de mi papá para los aniversarios o como disculpa de algún viaje demasiado largo. Mi obsesión con las Pupas (vale quemar la marca porque es la única forma de reconocer a esas cajitas rojas, cuadrados o redondas, de varios pisos y llenas de colores) iba más allá del “coqueterismo” que cada tanto me afloraba, a pesar de mi fanatismo por los autitos de carreras y las tortugas ninjas. Siempre me maquillé bien. Aun de pequeña. El gusto por la combinación de colores, el olor casi rancio del pinta labios, me generaba una sensación de madurez que aún no consigo sentir.

Y las tijeras eran un partido que nunca gané. Cortarse el flequillo con una herramienta para trozar pollo es algo que no le recomiendo a nadie. Tiempo después, décadas más tarde, descubrí que era una visionaria: el flequillo serrucho se empezó a usar cuando mi secundaria llegaba a su fin. Corte carré, flequillo desnivelado y achurado con navaja, ropa alternativa y casi todas se parecían a mi pequeña yo.

La tercera razón comenzaba cuando mis desastres terminaban. Tomar un libro de la pila y revivir algún capítulo de Mujercitas de Louisa May Alcott, llorar desconsolada junto a Corazón de Edmundo de Amicis o rebelarme como Robinson Crusoe de Daniel Defoe, era la parte que me hacía suspirar y pensar que quizás por dentro tenía más años de los que mis padres me afirmaban que llevaba a cuestas. Pero no, tenía exactamente los que mi documento marcaba. Lo libros tienen ese poder de sacarte de tu época. De hacer que los años valgan menos que lo que tu mente absorbe.

Y mientras recuerdo mi infancia de libros, serruchos y maquillajes prematuros, una triste noticia late en la pantalla de la televisión. Hugo, el querido Hugo Midón, deja la tierra para seguir creando en algún otro lugar. El primer suspiro fue un adiós a un grande que siempre supo ser chico. Luego me llegaron, como a todos, esas ganas de volver a sentirlo (como varias generaciones lo hicieron por youtube) y “Vivitos y Coleando” pasó una y otra vez por la pantalla de mi computadora. “broooocha gorda brocha gorda”, “mi padre no tiene corazón”. Solo Hugo pudo hacer de una brocha o un balde una canción que cantaron hasta mis papás. O recordarles a los que todavía éramos pequeños, que no había apuro por crecer, como todo el resto de la sociedad nos hacía creer.

Huguito, y me permito llamarlo así porque siempre va a ser parte de mi mundo, fue el primero que me enseñó la importancia de mirar a los ojos. “Los ojos son el espejo donde se mira la gente, balconcitos siempre abiertos, por donde el alma se asoma”. Hay maestros de todo tipo, los primeros, nuestros viejos, luego las maestras y maestros de profesión (nuestros segundos padres) y después están los de la vida, los que te nutren desde el escenario, la pantalla, el casette o el primer compac disck. Entre estos últimos está Midón, entre los maestros de la imaginación. Por eso, aunque esté lleno de tristeza, el segundo suspiro también es un adiós, pero esta vez a un grande que no solo siempre supo ser chico sino también entenderlos. Gracias Hugo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Escéptica



Es la misma sensación que te agarra cuando vas a una fiesta obligada, los brazos te pesan y al ritmo te lo dejaste al lado de las pantuflas. Es ese desgano que te retrasa los pensamientos y te deja a la deriva, preguntándote si el tren que te tomaste va en la dirección correcta.

La obsesión de contar cada uno de los escalones que subís es más para no perder la paciencia por compulsión. Si ahora no podés leer ningún libro es porque de heroína no tenés nada y el drama ya te aburrió.

La música tampoco te acompaña. Las canciones cursis del top 40 no dicen nada y Spinetta de repente se volvió demasiado filósofo para un momento tan banal. Los llantos del rock yorugua te deprimen porque tus historias no se parecen ni un cuarto a las de ellos y los clásicos que te angustiaban hasta la opresión, ya no significan nada. Los culebrones disfrazados de series yankees pierden la emoción a mitad de temporada, y lo único que quedan son tus pensamientos repetidos. No, eso tampoco.

Te dejás seducir por la sencillez de una nada blanca, larga, sin curvas ni médanos. Por el movimiento tibio de un colectivo que no va a ninguna parte que conozcas, pero va. Y eso es bueno, el movimiento es bueno. Dejar de creer en todo por un rato y que… todo te chupe un reverendo huevo, es bueno. Y sin embargo es tan difícil. Ya pensar en poner la mente en blanco es darle una orden a alguna parte de tu cerebro. Pero cuando los brazos pesen y ni el rock de los 80, ni el ya viejo éxito del verano te tientan a bailar, es mejor volver. Admitir la falta de ritmo y descansar, junto a las pantuflas, en pos de ir hacia la nada misma pero siempre en movimiento, sin dejar de avanzar.

sábado, 12 de marzo de 2011

En cada orilla del río



Piso tierra oriental y ya me siento mejor. El olor a cuero usado no me llega hasta que alcanzo el mercado del puerto, en Montevideo. A mis acompañantes de este viaje se les escapan sus primeras palabras. Ningún secreto: los otros pasajeros de este cruce son mis progenitores y sus primeras palabras ”Tú” y ”Ta”. Yo por vaga inercia, los imito.
Ahora todo huele a aliento de cerveza rancia y ”medio y medio” (bebida típica y de receta secreta del puerto). Paramos a comer un ”Chivito” (no el animal sino un sandwich de churrasco tomate, lechuga y huevo) en las cocinas de los restaurantes de ese gran galpón que alguna vez fue refugio de cuanta persona quisiera escapar de un destino condenado.
Ya llenos, caminamos hasta la galería de siempre. Señalamos los cuadros que cada año prometemos comprar y nos deleitamos con los nuevos. Entramos a un nuevo taller y su artista, hombre robusto de bigote finito y pincel en mano, nos recibe, manchado de azul y con una sonrisa amplia.
Escucho de lejos los tambores que me llaman y cuando me acerco, los músicos me saludan con un movimiento leve de cabeza para no perder la concentración. Creo ver a mis ancestros en cada esquina. Respiro aliviada porque acá nadie me pregunta cuántas sesiones de cama solar tomé o me compara con el color de una tostada quemada por la mañana. Volvemos a emprender viaje.
Pasamos por el Parque Rodó e incomprensiblemente mi papá pone un disco de los ‘90 que aúlla canciones de amor. Las calles de Montevideo me hacen pensar en una vieja Buenos Aires que nunca llegué a conocer. Uruguay tiene un ”no sé qué”. Es como si Uruguay se quedara en el tiempo. No el Uruguay de edificios altos con paredes de vidrio para ver el mar/río y sus atardeceres, sino el Uruguay nativo, el Maldonado de mi infancia. El de calles intransitadas por argentinos y brasileños que irrumpen cada verano, el que tiene bares oscuros de mesas de pool comidas por el tiempo, el de ”El dorado” y las torta fritas y panchos de carritos plateados en las esquinas.
También el de las murgas barriales que se preparan en los descampados para febrero y el de los barrios de casas de un solo piso donde los chiquilines juegan al fútbol en la vereda hasta las 2 de mañana. En el que las motos y bicicletas gobiernan.
Ése es el Uruguay que no cambia, el nativo, el de todos los días, el que impresiona porque tiene las mismas pintadas políticas de blancos y colorados ocultos en nuevos nombres.
Ese imposible de explicar, pero ese ”no sé qué” es tan real como su olor, ese olor a viejo, usado, lavado con una suavizante fragancia ”Maldonado”. Es el olor a mi segunda tierra, a mis veranos infantes, a ese dolor de panza por reencuentros familiares y a saber que en Uruguay está una parte de mí que se reencuentra en cada viaje, uniendo las dos orillas y uniéndome a mí.

(Publicado en el Diario La Unión el 12 de abril de 2011)