sábado, 12 de marzo de 2011

En cada orilla del río



Piso tierra oriental y ya me siento mejor. El olor a cuero usado no me llega hasta que alcanzo el mercado del puerto, en Montevideo. A mis acompañantes de este viaje se les escapan sus primeras palabras. Ningún secreto: los otros pasajeros de este cruce son mis progenitores y sus primeras palabras ”Tú” y ”Ta”. Yo por vaga inercia, los imito.
Ahora todo huele a aliento de cerveza rancia y ”medio y medio” (bebida típica y de receta secreta del puerto). Paramos a comer un ”Chivito” (no el animal sino un sandwich de churrasco tomate, lechuga y huevo) en las cocinas de los restaurantes de ese gran galpón que alguna vez fue refugio de cuanta persona quisiera escapar de un destino condenado.
Ya llenos, caminamos hasta la galería de siempre. Señalamos los cuadros que cada año prometemos comprar y nos deleitamos con los nuevos. Entramos a un nuevo taller y su artista, hombre robusto de bigote finito y pincel en mano, nos recibe, manchado de azul y con una sonrisa amplia.
Escucho de lejos los tambores que me llaman y cuando me acerco, los músicos me saludan con un movimiento leve de cabeza para no perder la concentración. Creo ver a mis ancestros en cada esquina. Respiro aliviada porque acá nadie me pregunta cuántas sesiones de cama solar tomé o me compara con el color de una tostada quemada por la mañana. Volvemos a emprender viaje.
Pasamos por el Parque Rodó e incomprensiblemente mi papá pone un disco de los ‘90 que aúlla canciones de amor. Las calles de Montevideo me hacen pensar en una vieja Buenos Aires que nunca llegué a conocer. Uruguay tiene un ”no sé qué”. Es como si Uruguay se quedara en el tiempo. No el Uruguay de edificios altos con paredes de vidrio para ver el mar/río y sus atardeceres, sino el Uruguay nativo, el Maldonado de mi infancia. El de calles intransitadas por argentinos y brasileños que irrumpen cada verano, el que tiene bares oscuros de mesas de pool comidas por el tiempo, el de ”El dorado” y las torta fritas y panchos de carritos plateados en las esquinas.
También el de las murgas barriales que se preparan en los descampados para febrero y el de los barrios de casas de un solo piso donde los chiquilines juegan al fútbol en la vereda hasta las 2 de mañana. En el que las motos y bicicletas gobiernan.
Ése es el Uruguay que no cambia, el nativo, el de todos los días, el que impresiona porque tiene las mismas pintadas políticas de blancos y colorados ocultos en nuevos nombres.
Ese imposible de explicar, pero ese ”no sé qué” es tan real como su olor, ese olor a viejo, usado, lavado con una suavizante fragancia ”Maldonado”. Es el olor a mi segunda tierra, a mis veranos infantes, a ese dolor de panza por reencuentros familiares y a saber que en Uruguay está una parte de mí que se reencuentra en cada viaje, uniendo las dos orillas y uniéndome a mí.

(Publicado en el Diario La Unión el 12 de abril de 2011)

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