sábado, 26 de marzo de 2011

Un grande Chico


De chiquita me encantaba encerrarme en el baño. Con miedo a que la traba fallara y mis padres lograran abrir la puerta, depositaba mi pila de libros colección Robin Hood justo en el vértice. ¿El motivo? Abusar de los maquillajes de mi madre y de la tijera para cortar pollo que se convertía en la herramienta más fina de mi doble personalidad de coiffeur.

Los maquillajes estaban prohibidos, no solo por el precio sino porque solían ser un regalo de mi papá para los aniversarios o como disculpa de algún viaje demasiado largo. Mi obsesión con las Pupas (vale quemar la marca porque es la única forma de reconocer a esas cajitas rojas, cuadrados o redondas, de varios pisos y llenas de colores) iba más allá del “coqueterismo” que cada tanto me afloraba, a pesar de mi fanatismo por los autitos de carreras y las tortugas ninjas. Siempre me maquillé bien. Aun de pequeña. El gusto por la combinación de colores, el olor casi rancio del pinta labios, me generaba una sensación de madurez que aún no consigo sentir.

Y las tijeras eran un partido que nunca gané. Cortarse el flequillo con una herramienta para trozar pollo es algo que no le recomiendo a nadie. Tiempo después, décadas más tarde, descubrí que era una visionaria: el flequillo serrucho se empezó a usar cuando mi secundaria llegaba a su fin. Corte carré, flequillo desnivelado y achurado con navaja, ropa alternativa y casi todas se parecían a mi pequeña yo.

La tercera razón comenzaba cuando mis desastres terminaban. Tomar un libro de la pila y revivir algún capítulo de Mujercitas de Louisa May Alcott, llorar desconsolada junto a Corazón de Edmundo de Amicis o rebelarme como Robinson Crusoe de Daniel Defoe, era la parte que me hacía suspirar y pensar que quizás por dentro tenía más años de los que mis padres me afirmaban que llevaba a cuestas. Pero no, tenía exactamente los que mi documento marcaba. Lo libros tienen ese poder de sacarte de tu época. De hacer que los años valgan menos que lo que tu mente absorbe.

Y mientras recuerdo mi infancia de libros, serruchos y maquillajes prematuros, una triste noticia late en la pantalla de la televisión. Hugo, el querido Hugo Midón, deja la tierra para seguir creando en algún otro lugar. El primer suspiro fue un adiós a un grande que siempre supo ser chico. Luego me llegaron, como a todos, esas ganas de volver a sentirlo (como varias generaciones lo hicieron por youtube) y “Vivitos y Coleando” pasó una y otra vez por la pantalla de mi computadora. “broooocha gorda brocha gorda”, “mi padre no tiene corazón”. Solo Hugo pudo hacer de una brocha o un balde una canción que cantaron hasta mis papás. O recordarles a los que todavía éramos pequeños, que no había apuro por crecer, como todo el resto de la sociedad nos hacía creer.

Huguito, y me permito llamarlo así porque siempre va a ser parte de mi mundo, fue el primero que me enseñó la importancia de mirar a los ojos. “Los ojos son el espejo donde se mira la gente, balconcitos siempre abiertos, por donde el alma se asoma”. Hay maestros de todo tipo, los primeros, nuestros viejos, luego las maestras y maestros de profesión (nuestros segundos padres) y después están los de la vida, los que te nutren desde el escenario, la pantalla, el casette o el primer compac disck. Entre estos últimos está Midón, entre los maestros de la imaginación. Por eso, aunque esté lleno de tristeza, el segundo suspiro también es un adiós, pero esta vez a un grande que no solo siempre supo ser chico sino también entenderlos. Gracias Hugo.

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