miércoles, 29 de abril de 2015

¡No me mires!


Me cuesta mantener la mirada, siempre me costó.

Me cuesta porque sé que, cuando miro a alguien a los ojos, digo demasiado.
Sin abrir la boca, digo demasiado.

La verdad sale por mis ojos, la siento, presiona desde adentro, me seca las pupilas y se dispara directo a la mente ajena.

Es por eso que mentir no sé, y cuando me sale, las pocas veces que me sale, me asusto, me enfrío, me siento electrónica.

Por eso, ¡no me mires! te voy a evitar. Aún en la conversación más simple. Mirarte es el encuentro más vulnerable.


El día que mire y encuentre otra mirada de pupilas secas, será el día que vuelva a mirar.

martes, 30 de septiembre de 2014

No fue amor



Su relación estaba muerta desde el principio. Como esa película Blue Valentine, o esa otra, El amor primera parte. El primer libro que ella le prestó a él, hablaba sobre eso. Era una historia sobre el desapego, donde él moría y ella rearmaba su vida. Su canción era Clara, otra historia, donde el que se quedaba solo era él, y sin vida que retomar, pegado a un recuerdo.

Su vida juntos estaba quebrada desde que empezaron a no planearla. A dejarse llevara por el viento. Creían quererse con locura, no amarse, pero si quererse de una forma tan fuerte como inaceptable. Lo sentían en cada mirada. Pero las miradas, y sobre todo los secretos, no son siempre tan fuertes, ni tan verdaderas como aparentan ser. El tiempo trajo esa ironía. Saber que aquello que parecía único, era múltiple.

Quizás, solo en un rincón remoto de lo que ellos llamaban mintiéndose amor, había una esperanza. Relaciones peores han sobrevivido, las conocían, sus amigos eran los protagonistas. 

Dicen que es lo último que se pierde, la esperanza, pero ellos comenzaron sabiendo que no la tenían. Se mintieron, la intentaron sembrar, pero ambos olían falsedad cuando respiraban profundo.

Y como historia que no tiene principio, tampoco tuvo final. Se disolvió, diluyó, absorbió, procesó, desintegró. Él la dejó de llamar, ella nunca pensó en atender. 

Ambos estuvieron de acuerdo sin saberlo, cada uno a su tiempo, cada uno cuando pudo. Porque se quisieron, eso nunca estuvo en duda, pero no se amaron y eso, eso siempre lo supieron.

domingo, 18 de mayo de 2014

Delirios de domingo



Aprieta las venas saber que nunca estuve enamorada, o que lo estuve demasiadas veces. Se siente como la Línea D a las 8 de la mañana. Sofocante, opresivo, sudoroso, agobiante. Te rodea la angustia al pensar que te dejaron de querer, la noción de que el cambio te aleja. A veces las ganas de dar amor no encuentran destinatario, al contrario que la ira y similar a la suerte. 

Y esas ganas locas de ser y de sentir y de pensar lo que uno quiere ser. Ya no soy la que era y tampoco quiero serlo. Pero por una extraña razón sigo soñando lo que quise ser. Exactamente igual que antes, sin una coma de diferencia. Cuan extraño es querer ser lo que quería ser, sin ser lo que era. 

A veces quisiera ser aquello que no fui, pero siendo lo que soy. La elección de caminos,  desvíos,  vueltas atrás y trotes hacia el futuro. Soy lo que fui,  lo que quise ser, lo que soy, lo que quiero ser. Soy la extraña mezcla de todo eso.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Adicción irreal


Soy adicta a imaginar, debo confesarlo. Cuando pienso en lo que pudo ser o en lo que podría ser produzco endorfinas suficientes para llenarme la panza de felicidad.  Esa felicidad que la realidad rara vez proporciona.

Pienso lo que podría haber sido y lo que podría ser sin diferencia alguna.

Soy adicta a soñar y ya da vergüenza confesarlo. Pero me genera la misma paz el pasado inventado que el quizás idealizado.

Existo queriendo ser y siendo lo que soy sin diferencia alguna.

Soy adicta a escapar, a buscar una salida. Me cuesta entender que el presente impone una razón de batalla ganada. Me reconforta el futuro deseado y el falso pasado.

Hago lo absurdo para no encontrar diferencias en estos mundos paralelos, pero al final, sé que existe sólo uno.

jueves, 6 de marzo de 2014

Mi primer "te amo"




Hubo un día que el llanto me hizo doler la garganta. Desde ese día, cada vez que lloro y mis cuerdas vocales se empiezan a tensar, sé lo que se viene. Recuerdo perfectamente ese día, toda tu violencia se volvió palabras. 

Querías lastimarme, de eso no tengo dudas, elegiste cada una de las cosas que alguna vez te conté para rasguñarme. Tiene buena memoria pensé, mientras contenía todo nuestro pasado en el cuello, justo en la nuca, donde suelen comenzar las contracturas. Ese día te volviste tensión para mi, de la que te marea hasta caer.



Me repetiste que te utilizaba sólo para subir mi autoestima, que no podía querer a nadie, que iba a pasar San Valentín con mis amigas, como si eso fuese algo malo. Lo hice, y fue el mejor día de los enamorados.


Pero el llanto quebró mi garganta después, no enfrente tuyo, nunca enfrente tuyo, siempre después. En ese momento quise parecer calmada, pero admito, nunca fui buena actriz. 


En un día, en varios momentos, nos despedimos. No supe nada más de vos ni vos de mi, hasta que te volviste un mal sueño. Lo único que me queda es pensar que, aunque me arruinaste mi primer “te amo”, no lo escuché por última vez. Estoy segura que el próximo, el verdadero, el no obsesionado, el libre de celos, el justo, borrará al anterior.

martes, 9 de julio de 2013

No sé si te diste cuenta



Nunca me gustó lavar los platos. No sé si te diste cuenta, porque cada vez que venías a casa no te dejaba ni levantar la mesa, escondía los guantes y lavaba todo a mano pelada, sin dejar un resto de comida, puteando por dentro porque se me saltaba el esmalte. En tu casa hacía lo mismo, aunque comiésemos siempre la misma pizza con servilletas. Lavaba los platos de toda la semana, las tazas de café acumulada, sospechando que eran demasiadas para los días que habían pasado desde mi última visita, las dos copas de vino y los siete vasos con resto de cerveza que habían dejado tus amigos el fin de semana. Hasta metía en el tarrón de las llaves el arito que había encontrado tirado, al lado del sillón.
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No sé si te diste cuenta, pero nunca me gustó la combinación de tu perfume y el jabón berreta que usaba tu vieja para lavarte la ropa. Pero no podía decir nada, por lo menos no la lavaba yo.

Odiaba los gustos de helado que elegías. No sé si te diste cuenta, pero ya nadie pide menta granizada y menos combinada con crema del cielo. Tu falta de buen gusto a la hora de elegir un chocolate demostraba la mezquindad de tus bolsillos. Ahí me di cuenta que ni billetera mata galán, ni galán mata billetera.

Estoy segura que no te diste cuenta, pero fueron más años de desamor que de amor. Pero una vez que rompí el cerco barato de plástico de segunda mano que no me dejaba olvidar, a pesar de ser la más olvidadiza de todas, lo logré. Y ahí estoy segura que sí te diste cuenta. Mi sonrisa valió más que la extensión de la garantía de la heladera que pagamos entre los dos, la que iba a ser reina del departamento que nunca llegó. Te la dejé, yo quería una con freezer no frost y menos peso sentimental en los cajones de la verdura. Y me fui feliz, livianita, con menos tazas para lavar y el orgullo comprado de pozo, baratito y de construcción lenta, ganándole a la inflación con el precio del ladrillo todavía desfasado.  

martes, 2 de julio de 2013

La extraña sensación de no extrañar


Vi a un nene correr, escapando de su hermano, y lo sentí. Ese miedo feliz, lleno de nerviosismo y con la contradicción a cuestas de querer huir y ser atrapado. Esa que sólo le pertenece a la niñez, cuando el escapar es un placer.

Y vi a una nena, desesperada, comiendo el helado que ya cubría toda su mano. Y recordé esas ganas de lo inmediato, de la rapidez, pero saboreando cada minuto, cada pliegue de los dedos.

Hay momentos que sólo se pueden recordar con sensaciones, que ya no vuelven. Y ahora, que miro para otro lado, me acuerdo de aquella vista, la de hace días, meses, años, no tan lejana, pero a la vez tan distante, que sólo se siente con el recuerdo. Y aunque vuelva a los mismos lugares, ya son otros. Y aunque quiera saborear y oler lo que el tiempo me alejó, el hoy ya es otro, y el ayer no es más que un extraño al que miro con la bipolaridad de la simpatía y la pena.

Y lo feliz se mezcla con la extraña sensación de no extrañar lo que ya no está. Los cambios son raros, más aún cuando te sientan bien.

martes, 15 de enero de 2013

La Reja



Los fines de semana y veranos de mi primera infancia transcurrieron en Moreno. En una alpina diseñada y construida por mi papá, bajo el ojo contador de su mujer y el nombre de La Reja.
Es poco lo que recuerdo en imágenes, son los sentidos los que cada tanto me la traen a la memoria. Y esos primeros años inmensamente cargados, sentidos, vuelven a mi. Solos, pensantes, con olores, sonidos, pesos y sabores.

El olor a las gomas quemadas en la ruta cercana, el empacho con nueces verdes, el arenero y el reinado de sus hormigas. La lluvia húmeda, mojando el naylon que cubría la pelopincho, y las gotas sonoras rebotando en la pileta de Oscar, el vecino, que cada tanto visitábamos y se nos asemejaba a un mar de infinitas posibilidades. Y las castañas de cajú, como olvidarlas.

El ladrido de Alan, el perro policía de al lado, al que nunca me dejaban tocar pero que yo creía mío. Las gotas de sudor en verano, al subir la escalera caracol que conducían a los cuartos y que nos habría la puerta al mismísimo infierno, embotado en ese techo a dos aguas. El peso de la máquina de hacer pastas de mi abuela, que ni los ladrones soportaron y abandonaron a mitad de la calle de tierra, llevándose todo lo demás.

La casa en el árbol que nunca fue, inconclusa, prometiendo ser para alguien más. Las hamacas de ruedas de tractor, fuertes, eternas, con agua acumulada en sus canaletas. El juego de living para tomar el té, todo de caña y solo apto para menores de seis o cuerpos delgados que pudiesen ser contenidos por sus brazos. Las antorchas improvisadas con el fuego del asado, con mi amigo de turno; las guerras con semillas de sandía y mi mamá gritando que las íbamos a levantar una por una. Las bolsas con agua colgando en cada esquina, como un rezo para ahuyentar a las moscas y avispas.

El árbol de Navidad más grande del mundo, nunca antes visto, y con las raíces en la tierra, que abrigó mi primer juego de Playmóvil y mi primera Nenuco, que sufrió un corte drástico de pelo y, sin ser reemplazada, tras llantos desconsolados, tuvo a su melliza, con su cabellera hermosamente intacta.

Cuando paso cerca y veo la punta de la alpina, no puedo evitar que mis ojos sean usurpados por la humedad. Quizás porque la viví poco o porque los primeros recuerdos, por más que sean a través de olores, sabores y pesos, son siempre los más fuertes.

Hoy un rayo de día, casi nocturno, y el olor húmedo de las vías del Roca me la devolvieron por un instante, intacta, sentida, inmensamente pesada. A ella y al sapo Carlitos, al barrilete de Bart Simpson que debe seguir colgado, entre los cables que bordean al Acceso Oeste. A las tardes en trineos de cartón y colinas de pasto que parecían eternas en sus caídas.

Sólo un olor, y su poder de recuerdo. Y esa primera infancia, ya tan lejana, pero tan presente, real como el día que la dejamos atrás, con sus rejas verdes y esa sensación de infinidad.

miércoles, 24 de octubre de 2012

La razón de su vida



Buscó la calle más tranquila para caminar y leer, a la vez. El problema era la luz, la calle más tranquila carecía de luz. Tres cuadras y lo vio. Pelado por elección, estaba invertido. La barba era su mayor atributo. Lo miró, sabía que era él. Se había enamorado, quiso decirle que era la razón de su vida, pero no se animó, siguió caminando y cruzó de calle, justo cuando él tenía que pasar a su lado. Siempre se enamoraba de los hombres del subte, pero esta vez era diferente, había elegido esa calle, esa cuadra.

Se dio cuenta que buscaba el éxito del personaje. La historia de su personaje carecía de cualquier triunfo, pero ella lo buscaba. Le faltaban nueve páginas y sabía que el final era peor. Pero no se imaginó que el desconsuelo estaba escrito. El final le produjo tanta angustia que quiso volver, buscarlo, decirle que su final, “nuestro” final, no iba a ser tan determinante. Determinante, pensó en esa palabra. Pensó en recorrer sus pasos desafiando al tiempo, buscarlo, decirle que iba a cuidar de su perro, que sería de los dos. “Nuestro” perro. “Nuestra” vida.

Recordó lo mal que le hacían los finales, los libros. Su mamá siempre de decía que leyera más despacio, que las páginas no se comían, se disfrutaban. Decidió que tenía razón, pero que la razón no era tan fácil de cumplir. Se acordó de aquel, el que tenía el pelo en el orden correcto, pero la mente desordenada, invertida. Recordó como había vivido a través de esa historia que sí le pertenecía, pero que se había convertido en leyenda, en una fábula con moraleja negativa.

Enseguida cambió sus pensamientos. Su mamá también le decía que invirtiera su tiempo en los pensamientos correctos. Nunca le gustó esa compañía. Era “poca cosa para su hija”.

Releyó el final por última vez. La primera había sido al principio, después de las tres palabras que marcaban el comienzo siempre leía las últimas tres. Era un hábito difícil de cambiar. Y le volvió esa sensación de cómo vivir sin esa historia. De no poder parar de pensar a través de esas oraciones cortas, como de largometraje bizarro.

Su vida, la que le había tocado, le resultaba a veces tan insoportable que necesitaba vivir de ellos, los libros, las historias que la robaban de su tiempo, de su lugar inexistente.

Finalmente pensó que era mejor, la historia con el pelado no iba a resultar, no podía ser tan hipócrita consigo misma, no le gustaban los perros y el estaba acompañado por un ovejero alemán. Decidió que hasta era mejor la conclusión de esa historia, ese cuento, porque habría otros, otras páginas por revolver, a velocidades irreconocibles, total, la vida le iba a alcanzar para vivir otras vidas, reinventar esas otras personalidades. Llegó a su casa y, tras ponerle nombre y fecha, lo guardó en la biblioteca izquierda, en la más importante, según su disposición. Y pensó en ese otro aquel, el de la sonrisa china, quizás ese otro aquel fuese, finalmente, el personaje de su historia.    

miércoles, 29 de agosto de 2012

Nuevas palabras para callar



Sabías que me estaba quedando sin secretos, te los había contado todos. Pero no podía quedarme callada, el miedo a tu ausencia me llevó a explicarte mi sensación más extraña:

A veces, siento que mi vida es una película. Argentina. De esas que tienen silencios prolongados, cotidianos, sin nudo o desenlace. O quizás los tienen, pero son irremediablemente borrosos, como su principio y su final. Me pasa bastante seguido, cuando llego a Constitución y, dueña de un cerebro agotado que no quiere parar, sólo puedo mirar mis pasos. Mis pies saliendo del vagón, pisando el rectángulo amarillo que antecede a la puerta, pisando el cemento sucio de la estación. Pisando sus quebraduras, líneas que memoricé en la primera semana de viajes. Mi cuerpo rebotando con ajenos, la cartera apretada contra el pecho.

Antes de llegar al final, o al principio, justo donde el piso se vuelve diagonal, miro el reloj. Pero la hora no me dice nada. Los ruidos rebotan antes de llegar. Y todo parece detenido en el tiempo, en un tiempo ajeno a ese reloj, tan importante para los que se van y tan sin sentido para los que llegan. El no lugar, el no tiempo me prometen la escena más conmovedora del film.

Cuando llegué a ese punto, ya no me escuchabas. La mitad de tu cuerpo se había ido. Por suerte, tu mitad inferior. ¿Por suerte? Pero igual ya no me escuchabas. Continué con mi relato, intentando seducir a lo que quedaba de vos.

La sensación extraña me pasa cuando estoy rodeada de otros. De demasiados otros. Si hay música de fondo mejor. Pero no te preocupes, nunca tengo el coraje suficiente para piantarme y obligar al resto a cantar conmigo o a bailar una coreografía de movimientos descoordinados. Es que en estos momentos raros, si la música es lo más ajena posible a la situación, mejor. Mucho mejor. Un cha cha chá, por ejemplo, o una cumbia de pasitos cortos y frentes sudadas.

Cuando terminé de explicarte mi extraña sensación me di cuenta que sólo quedaba tu sombrero. Te lo habías olvidado. Quizás lo dejó a propósito, pensé. Y quise también pensar que era tu carta de despedida, que me lo habías dejado para que lo usara el resto de mis días. Pero antes de elaborar el origen de mi ilusión, tu mano volvió por él. Sólo tu mano, el resto de tu cuerpo se quedó esperando a lo lejos, para no sentir la alergia que le producía mi piel.

Y tomé la decisión de alejarme yo también, de tomar el camino opuesto, aunque no fuese mi camino, para dejar de ver tu cuerpo a la distancia, para que los sonidos fuesen directo a mis oídos, sin rebotes, sin ecos. 
Primero se alejó mi cabeza, la madama de la decisión. La siguió el tórax, propietario de mis latidos, y los pies, para no arrepentirme de la apuesta ya jugada. Finalmente el resto, regidos por un orden de importancia que se basó en mi dependencia a tu cuerpo.
 

Y así nos quedamos, vos con mis viejos secretos, yo con mis extrañas sensaciones, transitando un camino ajeno que pensaba hacer mío, buscando nuevas palabras para callar y un nuevo cuerpo a quién contárselas.