sábado, 20 de agosto de 2011

Caminando libros



Suelo tener la tendencia suicida caminar y leer a la vez. Si, y también puedo masticar chicle. Conozco los caminos a mi casa con menos gente, para tropezarme lo menos posible, y los departamentos que se iluminan solos de noche, para aprovechar la luz. Más de una vez estuve al borde de la muerte y me salvó un bocinazo. Me he quedado parada por tiempos indefinibles en las esquinas esperando que el semáforo cambie, cuando ya lo había hecho varios pares de veces. También he pisado varios “regalos”, que de suerte no tienen nada, por andar mirando en la dirección correcta, pero sumergida entre las hojas.

Espero a mis citas con un libro en la mano y si es necesario, un lápiz o resaltador. Apoyada en alguna pared, o esperando que me abran la puerta. Espero así porque son esos mundos, los que se dibujan entre las letras, los que me sacan el nerviosismo del primer encuentro que suele durarme, por lo menos, hasta la decimonovena cita. Pero cuando el susodicho arriba, lo guardo rápido, para que no se note el nerviosimo trasmitido a mis manos. 

Cuando la lectura lo permite, camino a su ritmo. Pasitos cortos o largos, dependiendo de la gramática. Saltitos espásticos o ritmo simétrico, según el personaje. Creo que fue Romeo y Julieta quien me cobró un bastante doloroso esguince, porque convengamos que creerse Julieta en medio de una avenida no tiene nada de seguro.

Es que hay libros, personajes, que permiten un caminar distinto, que permiten ser caminados. El balance de ritmo y miradas furtivas hacia adelante depende proporcionalmente del volumen del tono, pero no de la cantidad de páginas sino del peso de cada historia. He visto varios lectores sueltos en la ciudad. He visto como las baldosas sueltas se ensañan con ellos y como los demás se molestan por la pérdida de equilibrio cuando sueltan el caño del colectivo. Hasta me he topado con lectores sueltos que llevan el mismo ejemplar que yo, coincidencia que se merece una sonrisa y un mostrar de página, para saber por dónde anda cada uno. 

Por eso, sin ánimo de contagiar, tan solo siendo una modesta invitación, un aliento hacia una experiencia nueva, proclamo a la lectura caminante como la fusión de dos aventuras, la de caminar por esta ciudad y la de andar por esa otra, la que se lleva entre mano y mano, con ritmos disímiles y con tropiezos bien merecidos, la que cambia según el encuadernado. Y con esa bipolaridad de mundos, llevarse por delante a más de uno, que quizás no esté leyendo el mismo libro, pero él o ella ya lo haya hecho y, juntos, poder terminar esa nueva historia.

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