sábado, 10 de julio de 2010

Dial. en el Roca


Si el subte tenía olor a sexo viejo, el tren Roca olía a huevos. Huevos humanos. En su sentido más figurativo. Nunca estuve en uno pero proyecto que es el mismo olor que el de un vestuario de fútbol en verano.
Mientras me alejaba del señor que se masturbaba por el bolsillo roto, pensando que nadie se daba cuenta de sus movimientos sincronizados, volví a colgarme en una charla ajena:
- Sabes lo que pasa, ya estoy grande para caer en “seguro no le llegó o no tenía crédito” (ni ningún celular cerca para responderme, agregaría yo).
- son autoexcusas gastadas…
- Y está perfecto, si no me quiere responder, que no responda. Por lo menos se que ramas del árbol podar.
Esta última metáfora me costó un poco, no sé si por el cansancio del trabajo o porque era demasiado elaborada para un simple mensajito sin respuesta.
No puedo negar la identificación directa. Creo que ninguna mujer (y me atrevo a decir que ningún hombre) lo puede negar. No me voy a nombrar la reina de las desgracias pero soy persona de no recibir respuesta. Admito que me pasa más seguido que al promedio. Pero también admito que soy persona de no darlas o más seguido que el promedio, evadirlas. Es que las respuestas son difíciles, hasta las más sencillas.
Y en la estación de Avellaneda, mientras el señor que se quería demasiado como para obviar al público se bajaba sin sacarse la mano del bolsillo izquierdo, vi la cara de aquella Ella que había decidido que la falta de respuestas no le permitiría mentirse. Morocha, de rasgos largos tenía de esas tristezas que se graban en las pestañas humedecidas. Esas que son más frustración que amargura. La del intento repetido y cada vez con menos esfuerzo. Tenía el pelo largo, muy largo, con onditas en las puntas. Se lo envidié… sigo esperando que el mío crezca. Vi sus manos, me reí… el esmalte estaba tan salteado como el mío. Era extrañamente hermosa, raramente fea, un cuarto de bruja y el resto de hipnotista. De repente, sintiendo mi mirada, y me ofreció la peor de las suyas. Ahí fue cuando recordé que estaba demasiado cerca. Que escuchar las conversaciones ajenas es tan malo como leer el diario del viajante vecino. Me corrí incomoda, como queriendo cambiar de vagón para estar más cerca de Constitución. Odié la falta de música, aflojé la bufanda que me ahorcaba de vergüenza y giré para ver si me seguía mirando. Encontré su sonrisa de cierto perdón. Se la devolví y volvió a su charla de amigas. Deduje que ella supo que yo también era una chica con falta de respuestas.

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