jueves, 8 de julio de 2010

Velocidad



El subte tenía olor a sexo viejo. A sexo entre hombres, con más de un perfume de caballo, con testosterona traspirada y aliento a whiskey ahogado en cerveza rancia.
Mi cartera estaba desubicada, yo no, ella sí. Mientras el borracho apoyaba a la cincuentona de arrugas planchadas y leopardo violeta tatuado en los muslos, mi cartera le daba toquecitos al traje de al lado. No pude frenarla, estaba inmersa en un vaivén automático de línea C y mi otra mano sostenía los restos del almuerzo. El pie derecho me latía y el izquierdo se cansaba de sostenerlo. La coca cola light ya no tenía gas y apestaba a edulcorante. La estación moreno quedó atrás al igual que la cincuentona de tanga calcada. Y en ese momento pedí que todo fuese más despacio. Que la velocidad de mis córneas se acompasara con la del paso de la gente. Es ese momento, saber quien entraba y salía de mi vagón era tan importante como el movimiento de mis fosas nasales. Quise que el tiempo se detuviese, para recordar lo que era pensar sin plantearme lo que estaba haciendo. Y por fin liberé o encontré un asiento para quedarme dormida por dos paradas, y recordé lo que estuve soñando la otra noche, mientras me bañaba sonámbula: poco a poco, en mi mundo, había empezado a entrar el punto y coma.

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