viernes, 17 de diciembre de 2010

El trono

Siempre me gustó leer en el baño. De chiquita mi papá me decía que era el mejor trono para pensar. Es cierto. Cuando no tengo un libro a mano leo las etiquetas de los tarritos de shampoo, como usar las cremas hidratantes o me zambullo en el mundo de los prospectos de los medicamentos. Es impresionante lo mucho que una puede aprender en tan solo unos minutos.
Recuerdo aquel día del niño que mi papá me encerró en el baño porque alguna macana me había mandado. Generalmente, la penitencia no duraba más de cinco minutos pero esa vez mi querido padre se olvidó y se fue a dormir la siesta. Mi hermana, con la cual me había peleado y reconciliado antes de entrar al baño, me pasaba almohadones, libros y juguetes. Algún que otro pedacito de pan duro también. Pero lo que más recuerdo fue estar tirada en el piso, con los pies encima del inodoro, leyendo las historias del libro de oro de Disney ¡Fue la mejor penitencia de mi vida! Además, el grave error cometido por mi padre, y su grandísima culpa, tuvo sus frutos: ese día del niño vino con un regalo extra, Bart Simpson en patineta. Pero volviendo al tema, leer, o reflexionar, en el baño tiene un plus extra. Es como recitar un mantra y que el eco te retumbe en los huesos. En la ducha, sentada en el trono, cortándose las uñas sobre el bidet, todos son momentos propios, no ajenos, que ayudan al encuentro con uno mismo. ¡Y no es joda! El baño, es un retiro espiritual de minutos

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