Hoy me desperté y los reyes (nadie es lo suficientemente grande para los reyes) me habían dejado dos libros. ¡Justo los que quería! Se ve que me porté bien. Pero después quise comprar otro, para ser yo por un ratito Baltazar, y me encontré con que la mayoría de las librerías de me barrio habían desaparecido. Ni siquiera Galerna, una cadena bastante importante que estaba en Santa Fe y Vidt. Me desesperé, pero me negué a entrar al shopping. Para mi los libros se compran en la calle, en las librerías con olor a libros y no a perfume a ropa nueva o música de pasillo comercial. Finalmente entré a Macondo, una pequeña librería que subsiste cerca de casa y que, a pesar de no tener siempre stock, si le das un poco de tiempo te consigue lo que quieras. Estaba el mismo señor de siempre, sentado en la misma banqueta verde de siempre. El mismo que me cambiaba los libros escolares por nuevos, más una pequeña diferencia monetaria, por supuesto. El mismo, que me conseguía los libros de la editorial barco de vapor, cuando escaseaban en otros lados. Compré el regalo y seguí mi camino, pero igual, algo me daba vuelta en las entrañas y aún más en la mente.
Pasó un señor, entrado en los ochenta, con una bolsa vieja (de esas de plástico con arrugas y algún que otro agujero de gato que anduvo rasgando) en la que se leía Cúspide. Sentí un alivio que se convirtió en bienestar estomacal cuando entré al subte y, con mi libro en la mano (aunque tenga lugar en la cartera, siempre llevo un libro en la mano, es mi contraseña, como Teresa en La insoportable levedad del ser), me dispuse a agarrarme del barrote más cercano. Enseguida, un libro amigo, me miró, sonrió y me dejó un espacio.
Con un poco de tristeza vi los libros que se vendían en los quioscos de diarios. Un poco de Daniel Steel, otro poco de Sidney Sheldon y algo de economía bancaria o como destruir a tu ex en el primer intento. Pero con un suspiro cargado de frustración pensé, "por lo menos venden libros".
Para apaciguar el calor y la angustia que la falta de espacios adecuados para la venta de libros me generaba, recordé las mañanas de sábado en El banquete.
El banquete no vende comida, ni colores, vende libros, pero de los buenos. No por quien los escriba o por su calidad académica, sino por como los venden, quienes lo venden y a cuanto lo venden. En el banquete se pueden encontrar libros nuevos (depende en cual de sus dos sedes de Belgrano elija comprar) pero los más lindos son los usados. Si, las pilas que trastabillan en las mesas cada vez que uno intenta sacar, caprichosamente, el anteúltimo. Los precios están por letras. Por ejemplo, los que llevan una A en lápiz, salen cinco pesos, los B ocho y así sucesivamente. Nadie, solo los más audaces, se acercan a los Y. Pero la cuestión no es el precio, sino las charlas que se dan en ese lugar. Como en cualquier banquete, el intercambio es más que interesante. Si bien el catálogo de temas suele ser abarcativamente literario, también se pregunta por la familia, por la tía que alguna vez se llevó más de veinte libros al Uruguay y nunca falta el famoso "¿Pero ésta es la más pequeña? ¡Cuanto creció!" a pesar de que ya hayas pasado los veintidós. La cuestión es qué allí el libro tiene un mundo propio y es habitual ver a uno que otro personaje tratando de escapar de las páginas amarillentas. Allí, nadie te dispara una mirada poco amena cuando en tus brazos cae, no accidentalmente, una novelita de amor barata o alguna de asesinatos a media noche. Allí no existe el "es para mi hermanito" o "mi sobrina cumple 15 y está en esa etapa en que lee solo estas cosas". Por que en el Banquete cada uno compra y lee lo que quiere.
Cuando veo a alguien con un libro forrado en papel de diario o de regalo pienso: "¿Será por cuidadoso o por que le da vergüenza mostrar que está leyendo?" y no puedo controlar las ganas de preguntarle o aunque sea, leer el encabezado de cada página, donde suele decir el autor o el título.
Mi mundo a veces gira demasiado en torno a los libros. Las páginas suelen absorberme, sobre todo en verano cuando las fotocópias baratas, que lloran por ser libros, no me acosan y puedo elegir qué y cuándo leer. Es por eso que cuando llega el calor, la lectura se hace más amena. Espantar los mosquitos ya no importa tanto y las noches se consumen bajo la luz de lamparas de escritorio. Los libros ya no preguntan porqué ya nadie los lee y, hasta los reyes, tiene plata para un buen libro.
Pasó un señor, entrado en los ochenta, con una bolsa vieja (de esas de plástico con arrugas y algún que otro agujero de gato que anduvo rasgando) en la que se leía Cúspide. Sentí un alivio que se convirtió en bienestar estomacal cuando entré al subte y, con mi libro en la mano (aunque tenga lugar en la cartera, siempre llevo un libro en la mano, es mi contraseña, como Teresa en La insoportable levedad del ser), me dispuse a agarrarme del barrote más cercano. Enseguida, un libro amigo, me miró, sonrió y me dejó un espacio.
Con un poco de tristeza vi los libros que se vendían en los quioscos de diarios. Un poco de Daniel Steel, otro poco de Sidney Sheldon y algo de economía bancaria o como destruir a tu ex en el primer intento. Pero con un suspiro cargado de frustración pensé, "por lo menos venden libros".
Para apaciguar el calor y la angustia que la falta de espacios adecuados para la venta de libros me generaba, recordé las mañanas de sábado en El banquete.
El banquete no vende comida, ni colores, vende libros, pero de los buenos. No por quien los escriba o por su calidad académica, sino por como los venden, quienes lo venden y a cuanto lo venden. En el banquete se pueden encontrar libros nuevos (depende en cual de sus dos sedes de Belgrano elija comprar) pero los más lindos son los usados. Si, las pilas que trastabillan en las mesas cada vez que uno intenta sacar, caprichosamente, el anteúltimo. Los precios están por letras. Por ejemplo, los que llevan una A en lápiz, salen cinco pesos, los B ocho y así sucesivamente. Nadie, solo los más audaces, se acercan a los Y. Pero la cuestión no es el precio, sino las charlas que se dan en ese lugar. Como en cualquier banquete, el intercambio es más que interesante. Si bien el catálogo de temas suele ser abarcativamente literario, también se pregunta por la familia, por la tía que alguna vez se llevó más de veinte libros al Uruguay y nunca falta el famoso "¿Pero ésta es la más pequeña? ¡Cuanto creció!" a pesar de que ya hayas pasado los veintidós. La cuestión es qué allí el libro tiene un mundo propio y es habitual ver a uno que otro personaje tratando de escapar de las páginas amarillentas. Allí, nadie te dispara una mirada poco amena cuando en tus brazos cae, no accidentalmente, una novelita de amor barata o alguna de asesinatos a media noche. Allí no existe el "es para mi hermanito" o "mi sobrina cumple 15 y está en esa etapa en que lee solo estas cosas". Por que en el Banquete cada uno compra y lee lo que quiere.
Cuando veo a alguien con un libro forrado en papel de diario o de regalo pienso: "¿Será por cuidadoso o por que le da vergüenza mostrar que está leyendo?" y no puedo controlar las ganas de preguntarle o aunque sea, leer el encabezado de cada página, donde suele decir el autor o el título.
Mi mundo a veces gira demasiado en torno a los libros. Las páginas suelen absorberme, sobre todo en verano cuando las fotocópias baratas, que lloran por ser libros, no me acosan y puedo elegir qué y cuándo leer. Es por eso que cuando llega el calor, la lectura se hace más amena. Espantar los mosquitos ya no importa tanto y las noches se consumen bajo la luz de lamparas de escritorio. Los libros ya no preguntan porqué ya nadie los lee y, hasta los reyes, tiene plata para un buen libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario