martes, 23 de octubre de 2007

Las perturbaciones de Penélope


Fueron 139 los días que esperó. En cada uno, la horas pasaban como si fuesen eternidades continuas, que lograban angustiarla hasta que lágrimas de sangre recorrían sus muñecas. No era una agresión, ni la corrupción de su cuerpo ya casi desintegrado, tan solo era una espera prolongada donde ya nada se sentía, nada dolía, solo pasaba.
No estaba de acuerdo con el orden cronológico de su vida, los errores habían llegado antes que la espera y lograban hacerla más larga, más mortificadora. Había demasiado para pensar y demasiado tiempo para hacerlo. Imaginaba los indefinidos finales similares, distintos, opuestos, que los errores de su vida hubiesen podido tener. “Un camino, infinitas desviaciones, una anomalía.. yo” se la oía repetir cada vez que caminaba hacia la estación, como si temiese equivocarse de sendero y terminar en algún otro rincón del mundo...
Siempre supe que la nada la molestaba. Como si le angustiara saber que nunca llegaría a recorrer todos los caminos, a copar todos los espacios, a usar todas las palabras o a utilizar cada segundo en algo más que una espera interminable y el temor a sucumbir antes que esta llegase a su fin. Sin embargo, seguía recorriendo el mismo sendero, espantada, oprimida por el deber de transitar una y otra vez al mismo destino lleno de vacíos y tiempos cubiertos por la misma nada.
Así era ella, no había espacio, tiempo, dilema que la satisficiera, era amante ardiente del todo y enemiga voraz de la nada, sufrió la enfermedad de la soledad hasta el ultimo instante de su existencia.
La vez que cruzó el puente para luego nunca volver, lo hizo lentamente como si quisiese con cada paso hacer crujir la madera de forma que tan solo ella pudiese oírlo. Pateó una piedra de formas irregulares que rebotó hasta depositarse en el fondo del río. La vio caer, la vio perturbar la corriente y sintió que ella hacia lo mismo, que no era más que un disturbio en el mudo, un tumor no benigno, tampoco maligno, que molestaba por la simple razón de existir y no pertenecer.
La espera ya había sido ya demasiado larga, empezaba a convertirse en una criatura de vida propia que parasitaba en ella y comenzaba a consumirla, a apagarla.
Cruzó el puente sin saber que era la última vez, pensando que volvería como siempre y que seguiría sobreviviendo las eternidades, una tras otra. Pero cuando debió dar el último paso, el que terminaba de recorrer su puente, no pudo, las rodillas le temblaron y sintió casi desvanecerse. Desde ese lugar, desde el próximo paso comenzaba a divisarse la estación, desde ese punto y solo desde ese punto sabría si alguien la aguardaba. No pudo, no podría soportar la repetición de un sendero vacío, una desviación contraria a sus ansias. No pudo, estaba agotada, su cuerpo ya no aguantaba el peso de su mente, y su mente la obligación de vivir. Su “yo” le dijo basta y solo eso bastó para que el final que venía armándose paso a paso, eternidad tras eternidad, llegase por fin. Vio sus pies descalzos, así debía morir. Se quitó el vestido gris que alguna vez había sido color canela y sintió estremecer, con la brisa del viento húmedo, el que ya empezaba a dejar de ser su cuerpo. Se avecinaba tormenta. Cruzó la barandilla que separaba el puente del río aferrándose fuertemente a ella como si parte de su cuerpo no quisiese ser desechado en las aguas frías. Sus últimas palabras lo resumieron todo: “perdón, ya no puedo esperarte más”.

Se soltó.

Su final, simple, el mismo de la piedra que una eternidad antes había golpeado,
una perturbación, un estorbo quizás, en la corriente.

1 comentario:

  1. Me interesa la propuesta del blog periodistico-literario. Coincidimos en cuanto al enfoque.
    Espero tu espacio crezca y te invito a pasar por el mío. Y por www.nopublicable.com.ar
    Saludos.-

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