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domingo, 1 de junio de 2008

"Gas, solo pido gas", me dijo el fantasma de la calefacción, mientras arrastraba caños por los pasillos de la sede Parque Centenario, de la UBA.

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Somos esto...

Mi nacimiento fue como suelo llevar mi vida: obsesivamente planificado. Tanto que un mes antes (tendría que haber nacido en 24 de agosto de 1986) mi mamá me expulsaba de su vientre por una rendija llamada cesárea. Mis papás me nombraron Yasmin Aymara Olid Fernández. Yasmin la árabe. Aymara la andina, Olid la turca y Fernández la gallega.
Crecí siendo parte de la generación “Carlos”, donde los juguetes importados brillaban en las vidrieras de los primeros shoppings. Sin embargo, por elección de mis padres, viví mi infancia sumergida entre juguetes de madera y páginas amarillas de los libros que cambiábamos en parque Centenario.
A los doce me enamoré, artísticamente, de Frida Kahlo. La descubrí oculta en un mural de Diego Rivera cuando visitaba México D.F. Por un congreso literario. La busqué y la encontré: me apasioné con sus colores e intenté vivir con su fuerza. En ese entonces me pregunté qué hubiese sido de ella sin sus frondosas cejas y qué sería de mi sin mis largos pies. En menos de un año pasé del talle 37 al 41 y cual payaso inflable con base de arena, que rebota contra el piso, mis pies me causaron más visitas al suelo de lo imaginado. Hoy ya llevo veintitres años y una tumultuosa colección de 20 yesos. Recorrí las carreras de Letras y Comunicación para quedarme con el periodismo. Alguien me dijo que me vendí a los medios...
El 8 de octubre de 2006 un accidente cambió mi vida. Volvía de un viaje a una escuela rural en el Paraisal, Quitilipi, Chaco cuando un conductor ebrio zigzagueó por la ruta y se estrelló contra el micro en el que viajaba. Perdí nueve compañeros y me gané una marca por el resto de mi vida. Hoy creo sólo en el pasado y el presente: vivo el día a día.