
Ella siempre fue como una margarita. Que si la querían, que si no la querían. Que blanco, que negro. Que rosa, que celeste. La vida siempre le supo a dúos, “como las sombras de los ojos” solía decir, entre una media sonrisa estúpida y una risita nerviosa, cuando le preguntaban por su bipolaridad doméstica. Las cosas se le hacían más fáciles cuando venían en números pares, eran divisibles, y su neurosis obsesiva parecía dormirse ante las mitades equilibradas. Dividía las palabras por sus letras y si acaso una osaba a sobrar la usaba de pared para separar sus dos mitades. La risa y el llanto también venían de a dos. Con la misma intensidad pero en ángulos opuestos. Era casi imposible que ambos se juntaran, pero cuando ocurría, lo impar reinaba el caos y las sensaciones parecían querer escaparse junto a los mocos por su nariz finita y tierna. Las manos se sacudían junto a sus piernas. Las pupilas se le dilataban como aquella vez que pasó por un jardín de floripondio y el hipo venía en un tres por uno. Hacía falta una intervención. En esos momentos, solo un abrazo fuerte y el ruido de una mente en blanco podían calmarla. Tres palmadas y a la cama. Dos cucharadas con la misma cantidad de miel y contar cuatro veces las quebraduras del techo. Un gran suspiro y jugar a no encontrarse. Eso era todo. Las ovejas saltaban de a dos mientras ella se perdía en su sonrisa de dientes bruxados. Ese rechinar era lo que finalmente la llevaba al sueño más profundo. Donde, felizmente, todo terminaba en siete.