domingo, 19 de octubre de 2008

Mea culpa de una Chica Country

Es asombroso como los olores pueden sacar a los recuerdos de sus respectivos cajones mentales. Aunque mi pasado me condene, debo admitirlo: alguna vez fui una niña country.
Si de esas que juegan al hockey y al tenis, pasan las horas andando en bicicleta y que tienen una pandilla con nombre, apellido y cantitos pegadizo. Amaba estar en ese lugar donde, si te mandabas alguna cagada, tus padres se enteraban más rápido de lo que vos tardabas en pedalear hasta tu casa.
Todo eso volvió a mi mente en una noche de pasto húmedo, búhos que giran demasiado su cabeza y aceleres en moto a no más de 30. Estoy de vuelta en uno de “esos lugares”, pero esta vez, desde otro lado.
Fue también una de esas noches de cuartos todavía en cajas y placares llenos de recuerdos. Novelas románticas cien veces leídas en piloncitos para coleccionar y cartas desparramadas en una cama de dos plazas que se sentía vacía aún tendiendo la compañía de mi perra.
Maratón de películas (que no podían dejar de ser románticas) en computadora portátil, dígase laptop, prestada. Y de repente, el papel que intentaba hacer de cortina (o como le gusta llamarlo a mi viejo “black out”) se desprendió de su cinta barata y me dejó ver la luna. Fue extraño, tan solo se necesitaba ese pedazo desprendido para verla. Y de nuevo los recuerdos, algunos baratos, de noches pubertas. Cuatro sacos locos, colgados de un placard semi vacío, le dieron la despedida tardía al invierno mientras ya jugaba a probarme ropa de mamá. Lo vintage está de moda.
Abrazado a mi, y con olor a naftalina, el muñeco que mama (sí, sin tilde, por que mama era la nona, bobe, nany o como cada uno quiera llamarla) me tejió, como a todos sus nietos, al nacer. Hace poco me sorprendió ver como en un negocio de videojuegos y otras especies vendían muñecos tejidos de los Bakardigans y hasta de Barney. Pensé que eso ya no existía… pero al fin y al cabo, todos tenemos derecho a nuestro peluche de lana.
Dentro de la valijita de los Simpson, esa que usaba para llevar el almuerzo al campo de deportes, encontré a Rafael, mi tortuga ninja, junto a la amiga de frutillitas, la de pelo violeta. Recordé que su pelo olía a algo así como frutos del bosque (¿moras quizás?) y al acercarla a mi nariz, no sentí nada… pero mi mente jugó a que sí. Otra vez los olores y su grandiosa habilidad de remontarnos al pasado.
Revisé un par de cajas más y decidí dejar de hacer ruido por esa noche. Besé al señor rana, pero no pasó nada. Ese sapo azul con coronita de plástico no es más que una especie de títere que venía dentro de un almohadón cuento. Chileno creo, regalo de la tía Leda, si mal no recuerdo. Era un almohadón con páginas almohadonadas que traía dos almohadones bebés, un príncipe rana y una princesa que se alejaba mucho a la que todos nos imaginamos. Y no me importa haber repetido tanto la palabra almohadón y sus derivados… es más… almohadón, almohadón, almohadón.
El cambio de hora me confundió y nunca supe si apagué mi portátil (lámpara en idioma yorugua) a las cuatro o a las cinco. Otra vez los inventos humanos, esas ganas de cambiarlos por conveniencia. Cuando todos nos acostumbremos y el jet lag sin avión se nos pase… el verano seguramente ya habrá terminado.
En fin, me fui a dormir sin encontrar el otro arito que perdí cuando por capricho quise sacármelo a mitad de la película y acostada del mismo lado de la cama que mi perra, le dije hasta mañana a una noche de mea culpa. Porque por un ratito, volví ser una chica country.

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