Penetré el bosque con tan solo unos pasos. Cerré los ojos mientras me acurrucaba contra un árbol y escuché al mar rodeándome. La tierra, escasa de pasto, mojó mis pies descalzos y humedeció mi vestido blanco.
Escuché pasos de charol y abrí tan solo un ojo. Una niña de trenzas largas perseguía a un conejo y con la torpeza característica de su edad, cayó al suelo tras tropezarse con una rama. Enojada, y con la cara enrojecida, se levantó y consiguió ubicar nuevamente a su presa, para salir corriendo detrás de él.
Volví a cerrar los ojos y recordé que cuando era niña quería ser carnicera. Me encantaba la perfección con la que la máquina cortaba la carne, pero odiaba su irritante chillido. También quise ser "juguetera" y "quiosquera"... quería ser tantas cosas... y soy tantas otras...
Cuando desperté de la siesta, mi perra roncaba a mi lado. Me acerqué a la casa y vi a los mismos cinco patos de siempre nadando en la pileta, ya convertida en un lago. Una voz me dijo: "no pises las margaritas" y sin querer me encontré haciéndolo. Es que el pasto estaba atestado de esos soles amarillos, tantos que hasta me producían asco, rencor por su honorable magnitud. Me agaché para cortar una y no pude. Un remordimiento me llevó a morderme el labio y encoger la mano, con el movimiento exactamente inverso que me había llevado a estirarla.
Abrí la puerta de vidrio y me sumergí en el embotellado aire caliente de domingo por la tarde y fútbol en la radio. Mi mamá tomaba mate mientras miraba, entre pausas de diario, hacia afuera. Los patos seguían ahí y la escena era tan poco obscena que hasta daba una especie de dulce e irritante ternura. Como la de los caramelos ácidos. Mi papá hablaba con la radio, sin respuesta alguna... "un medio de comunicación unilateral..." pensé yo, pero no hay caso... hace casi cien años que la radio está en el país y los argentinos no entendemos que nunca nos va a responder...
Me comí un vigilante, le robé el mate a mi mamá y sonreí, sumergida en una manta y con las últimas hojas de un libro entre mis manos. Mi cuerpo se inundó con ese gustito amargo de terminar algo que nos gusta y a la vez, esa sensación de realización de una obra terminada. Es que el lector también construye el libro mientras lo lee.
Se fueron las horas y el domingo comenzó a partir. El día terminó con anécdotas de niñez subidas en un auto que avanzaba a poco más de veinte, en una caravana de autos volviendo de un día de campo. Sin duda, no hay finales perfectos pero si encajables.
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