jueves, 11 de marzo de 2010

Ana y su fetiche



“Creo que me enamoré”, me dijo por quinta vez en el mes. “Sí, estoy casi segura que es amor”, volvió a repetir. “Es artista”, todos eran artistas y si no lo eran duraban menos que los artistas. “Pinta, con una pasión, lo que él hace realmente es arte”, tuve ganas de preguntarle qué era realmente el arte pero sabía la respuesta, para ella ese arte era como la vos celestial del guitarrista de rock pesado que duró siete semanas o como la fuerza del aire del saxofonista que después apenas podía hablar y lo que decía tenía sentido a nada.
“En serio, creo que esta vez va para rato”, como si la importancia se midiese en tiempo.Yo la conozco, en cada una de sus etapas la conozco. Por cada cosa que escribe o dice la reconozco. Y lo que alguna vez fue amor de 48 hs se vuela como el polvo y pasa a ser el sufrimiento más descarnado que puede llegar a durar meses u horas. Pero es sufrimiento real, no de ella, no de los que la rodean, de la humanidad sino más.
A veces no sé si es demasiado inteligente o perfectamente estúpida. Sufre con una angustia galopante las arrugas de las superficies más planas. Como si la pusiera triste el aburrimiento y después le angustiase que su dolor valga tan poco. Definitivamente no quiero estar el día que la astilla se convierta en clavo.
“No era el indicado, si no se quedó es porque no era el indicado”, me dijo veintitrés días después de nuestra primera charla. “El tampoco era el indicado” y su suspiro duró cuatro minutos. Bastante largo si recuerdo que nuestra charla no pasó los diez. Bastante corto si recuerdo los anteriores. “Pero era artista” me dijo con su voz lastimosa de no puedo estar sola. “Los fetiches nunca son buenos”, le respondí por fin. Pero Ana no entendió lo que significaba la palabra y, hundiendo la punta de su nariz en el helado se despidió de mi, hasta su próximo amor.

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