martes, 10 de febrero de 2009

Muta

Desde su pequeño piso escuchó que la murga había llegado a la calle Córdoba y suspiró aliviada. Esas pequeñas cosas le hacían pensar que Buenos Aires seguía siendo un poco Buenos Aires y que todavía no se había ido todo a la mierda. Se avergonzaba de la fuerza animal que los tambores y los gritos de los murgueros transpirados le hacían sentir. No eran impulsos sexuales, era sentirse bien con el olor a grasa de choripan que entraba por la ventana y se impregnaba en su pelo.
Le dio lastima arruinar el acabado perfecto del pote de queso crema, pero finalmente hundió la cuchara y lo mezcló con el perejil. Terminó de arreglarse el pelo, en ese peinado perfecto para soltarlo con gracia en el momento del sexo, y abrochó el último botón del pantalón. Su noche no tenía nada que ver con el amor, era simplemente placer, y lo sabía.
El helado de sambayón ya estaba en el freezer y la salsa de frutos rojos reduciéndose en el fuego lento.
Le daba miedo sentir tanta felicidad. No la disfrutaba por que sabía que cada vez que llegaba a la cima, alguien la empujaba hacia el otro lado. Era una de esas felicidades basadas en supuestos, era nuevamente esa felicidad de una imaginación bien utilizada.
Quería que el timbre sonase, pero la panza le dolía cuando sentía pasos. Como en cada encuentro con el, se arrepentía minutos antes de su llegada. Su cliché era tan patético como temerle hasta la locura a la vejez y la muerte. Se había grabado en un tatuaje de tinta invisible que para enamorarse de él tendría que dejar de ser ella. Mientras tanto disfrutaba del sexo. Del franco pero buen sexo. Su piel arrugada por el sol contrastaba con su blanca juventud. Le encantaba ver esa diferencia, sobre todo cuando le tomaba la mano.
El llegó y la rutina comenzó, como toda rutina, por su principio. Como le había ido en la facultad, que que bueno que lo habían recomendado para ser ayudante de cátedra, que sentía un orgullo repulsivamente maternal, que tendrían menos tiempo para verse pero que algo arreglarían. La cena y la película de cine mundalmente francés pasaron entre roces y pies encima de rodillas huesudas. La cama vino después de las once de la noche. Los roces, la emoción de su cuerpo transpirado, la exitación infantil de él y el abraso final, ese que nunca duraba, que siempre a la media hora ella cortaba para, con un suave empujoncito, echarlo a la calle. Pero esta vez fue diferente. Su cuerpo no tuvo fuerzas para echarlo, el abrazo era más contenido que nunca y de a poco se fue durmiendo, hundida en su cabello, mirando cada tanto, como el se hacía el dormido una vez más para que ella no lo echara. Las horas pasaron y la novedad de la extensión del abrazo se convirtió rápidamente en su nueva normalidad. Entre sueño de peces que nadaban fuera del agua ella recordó, en un pensamiento semidormido, que desde hacía varios días ya no quería ser quien era. No quería cambiar para adecuarse a la joven realidad de su amante, quería cambiar para vivir su propia joven realidad. Sus arrugas fueron desapareciendo cuando la frente dejó de fruncirse y los desayunos pasaron a ser la mejor parte de sus encuentros. Pronto los almuerzos al aire libre y las caminatas de la mano por la calle, se sintieron parte de lo que siempre fue. Desde ese entonces ya no se peina para que en el momento del sexo su larga cabellera le cubra sus pechos de cuarenta, ni usa ropa con botones que no pueden prenderse. Desde ese entonces aprendió que uno cambia por si mismo, con ayuda o sin ayuda, y que cambiar, también es parte del amor y del sexo.

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