lunes, 16 de febrero de 2009

Ya pasó...

Listo, ya está, ya pasó. Dolió menos de lo que creía. Al final San Valentín pica menos que un pinchazo de abeja. Fue como cuando me encerraba en el baño, con la tijera de trozar pollos y muchas ganas de cortarme el flequillo. Mi mamá salía corriendo apenas notaba la ausencia en el cajón de la cocina. Pero el pequeño larousse ilustrado, que de pequeño no tenía nada, trababa la puerta con la perfección que le faltaba a sus definiciones. Al rato salíamos, mi nenuco y yo, con cortes nuevos, de esos que ahora se ven en todas las peluquerías vanguardistas de Palermo (esas que empezaron en el 2000 como únicas y hoy se multiplican más que los quioscos).
Mi amor en San Valentín se lo entregué a mis amigas y a la comida. Si, fui una de esas que se reunió a festejar lo que no tenía, o a tratar de ignorar lo comercial de un día normal. Pero al fin y al cabo, yo estoy tan locamente enamorada de mis amigas (y de la comida) como cualquier otro enamorado.
Discutimos la teoría del amor eterno, del amor interno y no según la sexualidad, del amor de príncipes azules (que comprobé que existe, poco, pero existe) del mal de amores, del amor marchito pero no olvidado, del amor fumado, del amor con condimentos y del amor insulso. Reafirmé que el amor no es solo de los enamorados, que es posible estar enamorado de la soledad y ser feliz al repartir amor sin medidas ni limite de tiempo.
Pero por suerte ya pasó. Dolió poquito, aunque dolió. Las medialunas y el helado hicieron lo suyo, la película romántica lo otro y a las doce, el zapallo volvió a ser zapallo (por que calabaza no había) y las vidrieras porteñas dejaron de tener cupidos y corazones de pétalos de rosa escupidos. No hubo más promociones que no podían ser aprovechadas y el chocolate volvió a tener el mismo significado que siempre.
Abrí mi "dos corazones" y leí el cliché que viene adentro. Cerré los ojos y finalmente pensé: al final fue mejor que cualquier otro día.

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