martes, 29 de julio de 2008


Una estampilla de San expedito en el umbral de una puerta. En Constitución. Una hormiga le camina por encima, sobre los ropajes, sobra la corona, sobre la cruz...

Alguien la habrá dejado ahí por algo, digo yo. "En esa casa debe haber una causa urgente", resoplan las voces de mis difuntas abuelas en la muequita de la oreja.

Una vez tuve una de esas estampillas. Creo que alguien se la había dado a mi mamá y ante un examen supuestamente perdido, me la regaló. No me acuerdo si me fue bien o mal. Suele pasar, uno se olvida de las promesas una vez ya transcurrido el porqué.
"Así no vale", me susurra San Cayetano, "ahora que tenés trabajo ni bola no". Pero yo me acuerdo que nunca fui creyente de la religión católica (solo una vez y por algunos meses). Que nunca le recé a San Cayetano y que nada se de los Santos.
Cuando mis pensamientos dejan de "correntarse" (de corriente, de río), ya llegué al trabajo y mi computadora me pide la clave. Otro día que empieza con una clave.

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